Interesante artículo el que nos trae en esta ocasión Ángel Hernández que trata de los salteadores de caminos de la Edad Moderna, algunos de los cuales cumplieron su condena en las minas de azogue de Almadén.
La Corona fue el único poder político
en la Edad Moderna. La colaboración de la Iglesia fue primordial para el fortalecimiento de
su poder y, a cambio, aquella la protegió y persiguió la heterodoxia de forma
dura y tenaz. El objetivo final era conseguir que la sociedad tuviera un
comportamiento obediente y cristiano para con el rey, la iglesia, y Dios. Para
hacer cumplir la ley y castigar a los transgresores, la Corona contó con las
diversas instancias judiciales: alcaldes mayores, corregidores, audiencias y
chancillerías.
Desafiando al poder del Estado se
alzaron en aquella época los llamados bandoleros y salteadores de caminos, personas que por
diferentes motivos se echaron al monte e hicieron frente a la autoridad. Aunque
en algunos casos el bandidaje fue cometido por vagabundos, gitanos y
campesinos hambrientos, en otros se
trató de un bandolerismo organizado en cuadrillas bien armadas que a veces
superaban los cien miembros. Esta delincuencia organizada fue muy difícil de
combatir, ya que los malhechores conocían bien el terreno donde perpetraban sus
fechorías, pero aun así el Estado no podía permitir el bandolerismo y lo
persiguió y reprimió con todos los medios a su alcance. Utilitarismo,
ejemplaridad y paternalismo fueron los tres principios que caracterizaron a la
justicia de la Edad
Moderna, conceptos que explicaremos brevemente a continuación.
El utilitarismo punitivo o la
penalidad utilitaria comenzó en España durante el reinado de Carlos I, cuando
se hizo imperiosa la necesidad de galeotes en la lucha contra los turcos. Otros
condenados de la época no acabaron en el remo de las galeras sino en las
labores subterráneas de la mina de azogue de Almadén. En el siglo XVIII
aparecieron nuevos destinos para los delincuentes, como los arsenales militares
de Cartagena, El Ferrol y La Carraca (Cádiz), y también
los presidios del Norte de África. Estos destinos fueron habituales a partir de
1749, cuando se disolvió la armada de galeras, pues turcos y berberiscos habían
dejado de ser una amenaza en el Mediterráneo.
La ejemplaridad en el castigo de los
que vivían fuera de la ley buscó erradicar los delitos mediante la dureza de
los castigos físicos. Los castigos fueron ejemplarizantes y a veces claramente
excesivos para los delitos cometidos, pero había de darse escarmiento en
aquellas comarcas en las que robos, asaltos y muertes se convirtieron en
habituales. Los castigos comenzaban durante del proceso judicial, ya que a los
reos, si el delito era grave, se les aplicaba la tortura para que lo confesasen.
Los tormentos eran terribles, como el potro, engullir agua y los garrotes para
dedos, de modo que era muy difícil superarlos. Una vez dictada la sentencia, se
sometía de nuevo a los condenados a castigos públicos, generalmente 100 ó 200
azotes, aparte del destino por seis, ocho y hasta diez años al remo o a la
mina. Los castigos físicos eran además
infamantes, pues se administraban en un lugar público, después de ir en
procesión por las calles de la población.
Si el condenado era sentenciado a
muerte, se le aplicaba la pena según la naturaleza del delito y la condición
del delincuente. A los nobles se les cortaba la cabeza, mientras que en el caso
de los bandoleros se les ahorcaba en los siglos XVI y XVII, y se les daba garrote vil en el XVIII. Además se
les descuartizaba y cada uno de los pedazos de su cuerpo se exponía al público
en diferentes sitios. Por otro lado, los delitos cometidos en la Corte tenían un mayor castigo
y así “… un día del año 1637 fueron
cogidos y ahorcados cuatro tironeros, llamados en Madrid capeadores, porque su
especialización consistía en arrebatar la capa al inadvertido transeúnte”.
El paternalismo de la época quedó
reflejado en el libre arbitrio de los jueces, de modo que estos, con causa
jurídica, podían templar y moderar las penas. Diversos autores, entre ellos el
profesor Tomás y Valiente, tienen una visión negativa del arbitrio al
entenderlo como una facultad discrecional de los jueces sin arreglo o sujeción
a derecho, convirtiendo la sentencia en causa de inseguridad jurídica. En el
juego del arbitrio judicial se tenían en cuenta las circunstancias que rodeaba
el delito así como sus causas, todo lo cual debía considerar el juez para
modular la pena según su criterio.
Los jueces del Antiguo Régimen,
sabedores de los defectos de que adolecía la ley, abusaron en ocasiones del
arbitrio de manera despótica y excesiva. En la Edad Moderna hubo sin duda
muchas sentencias injustas, también en parte por la poca preparación de los
jueces que debían impartirla. En cambio, los magistrados de las audiencias y
chancillerías tenían mayores conocimientos jurídicos y sus sentencias estaban
mejor fundamentadas.
En cuanto a las apelaciones, casi
siempre resultaban denegadas, de modo que los indultos eran muy raros. Solo el
rey podía otorgar el derecho de gracia y los datos existentes indican que en
muy pocas ocasiones se les levantó el castigo a los condenados por la justicia
y, de acuerdo con mis datos, casi siempre por falso testimonio del denunciante.
Bandolerismo.
Salteadores y bandidos actuaron en los
caminos y descampados de España en los siglos XVI, XVII y XVIII. Nuestro país
tenía por entonces una escasa población dispersa en un territorio muy amplio,
pues buena parte de aquella se agolpaba en ciudades como Madrid, Sevilla y otras más
pequeñas. Como es lógico, los bandoleros fueron más abundantes en las zonas de
sierra, donde se podían ocultar mejor, que en las llanuras. Felipe Picatoste en
su obra sobre la grandeza y decadencia de España los describió como “cuadrillas de ladrones organizadas que cubrían
todo el país: componíanse de soldados viejos acostumbrados a la guerra, que no
hallaban ocupación en la Corte
y no querían someterse al trabajo; de labradores arruinados; de jóvenes que
huían del servicio militar; de perseguidos por la Inquisición y la
justicia; y en general de aquella multitud que tiene quejas y resentimientos
contra los abusos de la autoridad”.
La inseguridad de los caminos se hizo
especialmente frecuente en el Principado de Cataluña a comienzos del siglo
XVII, lo que describió alguien así: “…esta mala semilla ha producido de sí
mucha y mala gente y tantos bandoleros y tan malos que al presente estaba la
tierra tan perdida que no había hombre que osase trajinar por los caminos y aun
la gente no estaba segura dentro de las casas…”. A principios de junio de 1613,
cuatro bandoleros atracaron al conde de La Bastida y a sus acompañantes a media
legua de Molins del Rey y como el conde puso mano a su espada, le dispararon y
resultó muerto. Los acompañantes huyeron y aunque les dispararon, pudieron
salvar la vida. La justicia consiguió detener a los bandoleros y fueron
ajusticiados.
Aunque por lo general los bandoleros no
asaltaban convoyes escoltados por la tropa, su atrevimiento llegó a capturar en
diciembre de 1613 una remesa de cuarenta mil ducados en reales de plata y otros
cien mil en barras, cuyo destino era Génova. El atraco ocurrió en el camino de
Madrid a Barcelona, pasada Lérida, y los bandoleros eran un centenar, de los
cuales veinte iban montados a caballo. El jefe de la banda era un italiano que
operaba en Cataluña, conocido por el Barbeta. Gran parte del tesoro fue
recuperado y el bandolero italiano fue prendido y ajusticiado en 1616.
Para algunos autores, ciertos
bandoleros tenían un punto de bondad, como cuenta Pellicer de un tal Pedro
Andreu, quien en 1644 merodeaba por los Montes de Toledo con una partida de
unos sesenta u ochenta hombres: “Cuentan
de él cosas raras y que no mata a nadie, sino que quita a los que encuentra
parte del dinero…, que envía a pedir dineros prestados sobre su palabra a los
pueblos y a particulares, y que es puntual en la paga”. El bandolero se
convirtió así en ocasiones en un personaje popular, especialmente en los pueblos,
al que rodeaba una aureola caballeresca.
Este fue el caso de Perot
Rocaguinarda, bandolero catalán nacido en Vic, quien ha pasado a la historia
con notable aura romántica. Este bandolero de principios del siglo XVII tuvo el
honor de aparecer en el capítulo XL de la segunda parte del Quijote. Cervantes
lo describe como un bandido generoso que combate los abusos e injusticias y
protector de los débiles y perseguidos. En 1611, acosado por la justicia,
aceptó la propuesta de acogerse a un indulto del virrey, aunque a cambio sirvió
en el ejército español en Nápoles durante diez años.
Los bandoleros fueron perseguidos por la Santa Hermandad , una especie de
policía rural que mantenía el orden y la ley en caminos y descampados, aunque
su eficacia era poca debido a la falta de medios. Aprobada en Las Cortes de
Madrigal de 1746, la Santa Hermandad
podía dictar y ejecutar sentencias en caso de robo, asesinato o incendio. Poco
a poco fue perdiendo importancia en la Edad
Moderna , de modo que en muchos casos requirió la ayuda de
corregidores y alcaldes mayores, e incluso en otros de tropas militares, pues
había cuadrillas de bandidos muy numerosas y bien armadas. A veces incluso eran
los propios vecinos de los pueblos los que ayudaban a los malhechores, ya que
en ocasiones les consideraban unos filántropos que robaban a los ricos para
dárselo a los pobres, lo que creó el tipo de bandido generoso.
Por otra parte, a los bandoleros
siempre les quedaba el recurso de refugiarse a sagrado, es decir, en alguna iglesia, ermita o convento. En 1588
ocurrió uno de estos casos en Almadén, cuando cuatro forzados, condenados a
trabajar en la mina, mataron a un ayudante del alcaide de la Real cárcel y huyeron hasta
un monasterio cercano a Almadén regido por la Orden Franciscana. Los monjes
quitaron las cadenas a los fugados y les dieron ropa y comida. Cuando llegó la
autoridad a detenerlos, los frailes se negaron a entregarlos, aludiendo al
derecho de asilo. A los pocos días, los huidos se entregaron voluntariamente y
tres de ellos volvieron la cárcel para seguir cumpliendo su condena, mientras
que el cuarto fue ajusticiado por asesinato.
Para que los sentenciados no pudieran
escapar y obtener el derecho de asilo en algún lugar sagrado, las autoridades
ordenaron que el traslado de la cárcel, fuera esta Madrid, Toledo, Sevilla u
otra, se hiciera “…con el mayor resguardo
para su seguridad y que no hagan fuga…”, pero también que las cadenas de
reos “…no toquen lugar sagrado cuando
pasen por los Pueblos por donde transitan y no hagan noche…”, a fin de que
no pudieran acogerse a aquel. Estos traslados eran en muchos casos de cientos
de kilómetros, ya que Cartagena fue el puerto de galeras y hasta allí debían ir
los condenados a pie, lo que llevaba a veces varias semanas de marcha.
A partir de 1737 empezó a haber
restricciones en el derecho de asilo, de modo que su aplicación se fue
limitando con el paso de los años y así, por ejemplo, a partir de 1760 solo
podían acogerse a sagrado los seglares. Tampoco estaba claro si los gitanos
tenían derecho a él y tal vez por ello Francisco Joseph Monje, un forzado
fugitivo de la mina de Almadén, fue “…
aprehendido con motivo de haberse refugiado a sagrado por el robo intentado
ejecutar en las casas de Don Cayetano Berosteguieta y del Campo, vecino de la villa
de la Puente
de Don Gonzalo,…”, un pueblo conocido hoy en día como Puente Genil
(Córdoba), hasta donde había huido nuestro gitano prófugo.
Epílogo
La disminución del bandolerismo al
final de la Edad Moderna fue pasajera, pues en la primera mitad del XIX hubo
dos guerras que lo incrementaron de nuevo: la de la Independencia y la primera
guerra carlista. Cuando terminó la guerra contra los franceses, hubo
guerrilleros que no volvieron a sus lugares de vecindad, sino que permanecieron
escondidos en las sierras, sobre todo en Andalucía. De nuevo surgió la figura
del bandolero benefactor y justiciero, aquel que robaba a los ricos para
dárselo a los pobres.
Al final de la primera guerra carlista
hubo partidas de facciosos que
permanecieron también en los campos de España atracando a los desprevenidos
viajeros. Los bandoleros se convirtieron en héroes románticos y surgieron
figuras famosas como Luis Candelas o Diego Corrientes, que recorrieron toda
Andalucía.
En 1844 se creó la Guardia Civil, un
cuerpo de policía rural encargado de perseguir el bandidaje secular en los
caminos de España. Empezó entonces un largo enfrentamiento entre dos rivales
poderosos, uno que contaba con el apoyo del orden y la ley, y el otro con la
simpatía de muchos campesinos, habitantes de cortijos y caseríos dispersos por
montes y sierras. No es de extrañar, por tanto, que el bandolerismo no fuera
definitivamente extinguido hasta bien entrado el siglo XX.
© Ángel Hernández Sobrino
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