La humanidad ha padecido tercianas y cuartanas desde la antigüedad y parece que esta afección se corresponde con las descripciones de libros milenarios de diversas dinastías en China y la India. Igualmente, en el libro de Hipócrates (460-370 a. C.) Aguas, aires y lugares se describe cómo el agua estancada y de mal olor produce cuartanas. Los europeos llevamos esta enfermedad a América, donde se adaptó al clima de los trópicos y se hizo endémica. Por fortuna, en el Perú, existía un árbol, llamado quino, cuya corteza utilizaban los indígenas para combatir fiebres y temblores. Los españoles comprobaron que, en efecto, los enfermos de tercianas y cuartanas mejoraban sensiblemente cuando tomaban la corteza pulverizada de dicho árbol, remedio conocido desde entonces como quinina.
La
quina o el árbol de las calenturas
Bernabé
Cobos (1580-1657), en su libro Historia del Nuevo Mundo, hizo
referencia, entre otros temas, a la flora del virreinato del Perú y
refiriéndose a la quina escribió: “En los términos de la ciudad de Loja,
diócesis de Quito, nace cierta casta de árboles grandes, que tienen la corteza
como de canela, un poco más gruesa y muy amarga; la cual, molida en polvos, se
da a los que tienen calenturas y con solo este remedio se quitan... Son ya tan
conocidos y estimados estos polvos, no solo en todas las Indias sino en Europa,
que con insistencia los envían a pedir de Roma”. La obra de Cobos se
difundió rápidamente en la metrópoli y diversos médicos de aquella época se
convirtieron en fervientes defensores de la utilización de la quina para curar
el paludismo.
Uno de ellos fue Gaspar Caldera de Heredia, médico afincado en Sevilla desde 1633, quien basándose en las noticias provenientes del Perú, comprobó las cualidades del nuevo remedio para curar las fiebres intermitentes. Otro médico de entonces, Pedro Miguel de Heredia, definió a la quina como “... un eficacísimo febrífugo contra todas las fiebres periódicas”. No obstante, la quina también tuvo sus detractores, como es el caso de los médicos seguidores de Galeno a ultranza, quienes la encontraban difícilmente compatible con la doctrina clásica de las cualidades y sus grados, llegando a calificar la circulación de la sangre de “... paradójica, inútil, falsa, imposible, absurda y nociva”.
El
paludismo en España
Las
áreas encharcadas para el cultivo del arroz fueron las más propicias para el
desarrollo de esta enfermedad, tales como la región valenciana y el delta del
Ebro. Otros lugares frecuentemente infectados eran las afueras de las ciudades
y pueblos sin redes de saneamiento, como sucedió con Alicante, donde hubo
fiebres palúdicas en todo el siglo XVIII. No obstante, sería en la década
de1780 cuando las tercianas se extendieron de forma epidémica, afectando a casi
toda España. En 1783, la malaria se detectó en Lérida, para pasar después a las
tierras del sur de Cataluña, Valencia, Aragón, La Mancha, Castilla La Nueva,
Andalucía y Extremadura. A diferencia de otras enfermedades, las tercianas
dañaron más a los jóvenes que a los viejos y así en Escopete, un pequeño pueblo
de Guadalajara, murieron en el verano de 1785 nada menos que 76 personas, tal y
como informó el médico Félix Ibáñez: “Muchachos de 10 a 15 años no se libraba
uno, todos morían; en cambio, viejos de 50 años en adelante murieron pocos”.
Es difícil
saber las cifras exactas de afectados en España, pero se calcula que en 1785 y
1786, más de un millón de personas enfermaron y los muertos fueron varias
decenas de miles. La solución pasaba por realizar obras públicas que
permitieran desaguar las áreas estancadas y desecar los lugares cenagosos, pero
la falta de medios económicos impidieron llevarlas a la práctica. Nuevas
epidemias de paludismo en los años 1803 y 1804 pusieron de manifiesto las
deficiencias de las administraciones públicas para desecar charcas, lagunas y
pantanos, situación que no mejoraría hasta después de la guerra de la
Independencia.
Las
áreas endorreicas eran especialmente proclives al desarrollo de la enfermedad,
así que en las tablas del río Guadiana y sus afluentes, como el Gigüela y el
Azuer, azotó mucho el paludismo en el XVIII. Este es el caso de las localidades
de Arenas de San Juan y de Villarta de San Juan. Según los datos de José Muñoz
Torres, el cura párroco de Arenas, D. Francisco Gregorio de Tejada, informaba
en 1782 que había “... tercianas de todas clases y que duran años... Se
atribuye su causa a la cercanía de los vapores por lo pantanoso del río ...”.
Aquí también la enfermedad afectaba más a los niños, “... porque
todos o la mayor parte de los que nacen se mueren de uno y dos y tres años ...”.
El
caso de Almadén
El
entorno de Almadén también fue un enclave epidémico de malaria en el siglo
XVIII, si bien continuó habiendo episodios aislados hasta casi el siglo XX.
Varios médicos de Almadén y también del cercano pueblo de Chillón así lo
atestiguaron, considerando que “... las enfermedades endémicas propias de este
País son las fiebres intermitentes … y estas regularmente atacan a estos
habitantes en las estaciones de primavera, estío y otoño”. También
Francisco Javier de Villegas, superintendente de las minas, se dirigió a la
Superintendencia General de Azogues en 1752 para solicitar el envío de quina
para combatir las fiebres que afectaban a los operarios, en vista de “... lo
propenso que es Almadén a todo género de enfermedades y especialmente a las
tercianas y cuartanas en la estación de verano...”. El mismo
superintendente se retiraba a Almagro, su lugar natal, cuando le atacaban las
tercianas, por las que parece que falleció, precisamente en Almagro, en
septiembre de 1757.
La
primera epidemia grave en Almadén ocurrió en los años 1735 y 1736, de modo que
el médico de los mineros solicitó ayuda urgente y el Consejo de Castilla
respondió a su ruego, enviando un médico y medicinas. Además, Felipe V donó
6.000 reales para que se repartiesen entre los enfermos pobres. Cuando se agotó
la limosna regia, todavía quedaban 150 enfermos de tercianas y en total habían
fallecido entre 1735 y 1736 unas quinientas personas, muchos de ellos operarios
de la mina. Como el azogue de Almadén era vital para la producción de plata en
las minas del virreinato de Nueva España, la Superintendencia General de
Azogues no dudó en remitir 50.000 reales para abonar los salarios de los
trabajadores.
La
epidemia hizo su aparición de nuevo en 1746 y parece que comenzó entre los
forzados y esclavos de la Real Cárcel, quienes vivían hacinados en un edificio
que no tenía desagües. Como la cárcel estaba construida al lado de la población
y los forzados y esclavos trabajaban codo con codo con los mineros libres, el
riesgo de difusión del contagio era evidente. Los trabajos mineros se
suspendieron hasta que mejorara la situación, pero era evidente que mientras no
se construyera una nueva cárcel alejada de la población y con las debidas
condiciones higiénicas, el problema seguiría sin resolver.
En
efecto, la supresión de las galeras reales en 1749 causó que un centenar de
galeotes castigados al remo fueran destinados al trabajo de las minas de azogue
de Almadén. A comienzos de 1750, la cárcel albergaba a más de 190 forzados,
cuando su capacidad máxima era de un centenar. Al llegar el calor se desató un
nuevo brote palúdico, que se desarrolló con toda su virulencia en 1751,
falleciendo más de 300 personas, lo que suponía una décima parte de la
población de Almadén. En el año 1752, el superintendente Villegas se dirigió al
superintendente general de Azogues para informarle de que “... en este día (20
de julio) he suspendido las fundiciones... las enfermedades de la cárcel son
muchas, pues pasan de 60 los forzados que se hallan en cama, de forma que ya
ocupan la iglesia por falta de enfermería y es una indecencia que se celebre
culto en ella. Si trasciende al pueblo, como es regular, será el clamor igual
al del año pasado y al de 1735 ...”.
Las
epidemias de paludismo fueron remitiendo progresivamente en Almadén, si bien
siguieron constituyendo un problema sanitario hasta las décadas centrales del
siglo XX. La construcción de la nueva cárcel de forzados, con capacidad de 600
presos, y del hospital de mineros en la segunda mitad del XVIII contribuyeron
sin duda al retroceso del paludismo. Así explicaba esta mejoría el doctor
Parés, médico de los mineros durante 39 años: “Esta villa del Almadén
hasta el año de 1766 fue muy castigada de tercianas y cuartanas en las estaciones
de primavera, verano y otoño; y desde dicho tiempo ha ido minorándose esta
enfermedad, de tal modo que en dichas temporadas no se experimenta la vigésima
parte de enfermos que antes”.
No
obstante, en los siglos XIX y XX hubo algunos rebrotes de paludismo y todavía
en 1939 hubo de crearse un dispensario antipalúdico en Almadén, ya que
centenares de personas de su comarca habían sido atacadas de este mal. Cuando
Luis Cavanillas Ávila, corresponsal del diario Lanza, visitó el citado
dispensario en agosto de 1943, el médico-director del mismo había asistido ya a
2.142 pacientes y el único remedio terapéutico para su curación seguía siendo
la quinina.
Epílogo
El
paludismo aún mata hoy en día a un millón de personas al año y se calcula que
hay entre 300 y 500 millones de infectados en áreas tropicales y pantanosas,
especialmente en el África subsahariana. En la actualidad hay diversas
medicinas para combatirlo, pero el inconveniente más frecuente es la
resistencia de la enfermedad a los fármacos. También se ha intentado el uso de
vacunas, pero la descubierta por Manuel Patarroyo, inmunólogo colombiano, solo
consiguió una eficacia del 28%, así que hoy en día se sigue investigando para
conseguir otra más eficaz.
©
Ángel Hernández Sobrino.
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