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domingo, 5 de diciembre de 2021

LOS ESCLAVOS DE LOS FÚCARES EN LA MINA DE AZOGUE DE ALMADÉN


 

La esclavitud es una institución de larga tradición en la Europa mediterránea y también en África, y ya desde la época clásica se esclavizaban africanos negros para trasladarlos a través del Sahara hasta Roma y sus dominios.

Además, dentro del propio continente africano existían desde antiguo los esclavos y, por ejemplo, se emplearon muchos de ellos para la explotación de las minas de oro de Malí, de modo que había una esclavitud africana autóctona. Así pues, no es de extrañar que los portugueses vieran una gran oportunidad de negocio en la esclavitud cuando empezaron sus primeros viajes por la costa del occidente de África en la primera mitad del siglo XV. Fue por entonces cuando comenzaron a traer algunos cautivos para venderlos como esclavos en Lisboa y el sur de Portugal.

A partir de la segunda mitad del la centuria del XV la esclavitud creció con fuerza en la península Ibérica, de manera que ya eran frecuentes los esclavos en algunos ámbitos de nuestro país y los había negros, turcos y berberiscos, sobre todo, y también algunos guanches. Los negros solían llegar a España a través de Portugal, cuyos traficantes los cambiaban con diversos países africanos, como Benín, por caballos, armas de fuego y pólvora. Turcos y berberiscos eran hechos prisioneros en las batallas navales del Mediterráneo y en la toma de plazas norteafricanas, e incluso había capitanes mallorquines e ibicencos que se dedicaban a capturar naves berberiscas y convertir en esclavos a sus marineros. A ellos se unieron a partir de 1568 miles de esclavos moriscos, producto de su derrota en la sublevación de las Alpujarras.

Mientras que los esclavos turcos y berberiscos fueron destinados mayoritariamente al remo de nuestras galeras en el Mediterráneo, muchos negros y negras fueron convertidos en criados, especialmente en Madrid y Andalucía. Otros esclavos moros y turcos, y también algunos negros, fueron empleados al servicio de las minas, como en Almadén y Guadalcanal. Para esta última, los Fugger compraron en 1560 un centenar de esclavos negros a un traficante. Además, muchos hombres y mujeres atravesaron el Atlántico como mano de obra esclava y acabaron en las plantaciones y haciendas brasileñas o caribeñas y también en las minas de plata mexicanas, configurando así las sociedades del Nuevo Mundo y originando una civilización mestiza,  muy diferente a la que existía en esa época en Europa. Se estima que al comienzo del siglo XVIII ya habían sido enviados al continente americano entre dos y cuatro millones de esclavos, siendo Brasil el destino de la tercera parte de ellos.

 

Los banqueros Fugger

Conocidos en España como Fúcares, eran al principio comerciantes establecidos a finales de la Edad Media en la ciudad de Ausburgo, al sur de Alemania. Sus negocios prosperaron y de comerciantes se convirtieron en banqueros. Su auge en España está ligado al apoyo pecuniario a Carlos I para ser elegido emperador a la muerte de Maximiliano I en 1519. Como compensación a la deuda contraída, el ya electo Carlos V les cedió en arrendamiento los maestrazgos de las Órdenes Militares de Santiago, Calatrava y Alcántara, incluyendo entre estos bienes la mina de azogue de Almadén. Este  yacimiento adquirió una importancia creciente a partir de que la amalgama del azogue con minerales de plata de baja ley se convirtiera en un método industrial a mediados del siglo XVI.

A partir de entonces, los Fúcares empezaron a necesitar más mano de obra para explotar la mina de azogue, pero no encontraron suficientes forasteros que quisieran asentarse en Almadén. En consecuencia solicitaron forzados a la Corona, la cual seguía siendo la propietaria del yacimiento y la más interesada en aumentar su producción, ya que la quinta parte de la plata producida en las minas americanas pasaba a ser suya (quinto real). Como las galeras del Mediterráneo tenían prioridad, tampoco los Fúcares consiguieron suficientes galeotes para trabajar en los pozos de azogue, por lo que hubieron de comprar esclavos.

A lo largo de los ciento veinte años que los Fúcares explotaron Almadén (años 1525 a 1645) adquirieron centenares de esclavos, pues nunca consiguieron suficientes hombres libres ni forzados. Sus negocios en España empeoraron con el paso del tiempo y a principios del siglo XVII estaban amenazados por una crisis financiera que ponía en peligro la mayor parte de sus activos. Los auspicios no eran nada favorables y en 1632 la Corona nombró una junta gestora de los negocios de los Fugger, así como un contador a quien los banqueros debían entregar los libros y la caja. En 1634  se les quitó el asiento de los maestrazgos de las Órdenes Militares y en Almadén se les concedió una prórroga hasta 1645, aunque los Fúcares se encontraban ya en franca bancarrota y la producción de azogue se redujo a la mitad.

 

La esclavitud en la mina de Almadén (1610-1645)

Los fondos documentales conservados en el Archivo Histórico Nacional proporcionan muchos datos sobre los esclavos que trabajaron de por vida en la mina de azogue de Almadén durante la primera mitad del siglo XVII. Concretamente en el período que va de 1610 a 1641 los Fúcares compraron 272 esclavos para trabajar en las labores subterráneas, pues a medida que iban muriendo, había que sustituirlos por otros. Como eran una mera mercancía, se compraban, vendían e incluso cambiaban a voluntad de sus dueños, y de hecho había marchantes o corredores de esclavos, quienes se encargaban de dichas operaciones a cambio de una comisión. También cobraba sus servicios el llamado conductor, que era la persona que los traía encadenados para que no escapasen desde su lugar de residencia hasta la Real Cárcel de Forzados y Esclavos de Almadén.

En esta época, el precio de un esclavo minero oscilaba entre los 600 y 1.000 reales, dependiendo de su edad y fortaleza física. Por entonces, un operario de la mina ganaba cuatro reales por jornal, seis si era un especialista, como era el caso de los entibadores, por ejemplo. Cuando alguien tenía dificultades económicas y poseía algún esclavo, de lo primero que se deshacía era de él. Fuera por esto o porque algunos de ellos no tenían un comportamiento adecuado a criterio de su dueño, los esclavos pasaban a veces de mano en mano. Este es el caso de Juan de Mendoza, un negro atezado de 17 años, quien cambió de dueño tres veces en un solo año: Juan de Mijancas Gamboa, vecino de Madrid, lo había comprado a Martín de Osinaga Mondragón, un clérigo presbítero de Guadalajara, pero en el año 1625 lo vendió por 1.100 reales al doctor Jerónimo Martín Puelles; este a su vez lo vendió en el mismo año y por idéntico precio a Juan Ruiz de Soria, procurador de los Reales Consejos; y todavía en este año fue vendido una vez más, en este caso a los Fugger por 880 reales, quienes lo destinaron a Almadén.

El caso que más llamó mi atención fue el de un niño esclavo, “... muchacho blanco, berberisco, que tira a trigueño, de edad cinco a seis años poco más o menos, llamado Hamete Alí”. Lo habían debido raptar en una incursión en Argel u otro lugar, y su dueño, Luis de Arenal y Guzmán, familiar de la Inquisición de Cartagena, lo vendió en 1614 por 400 reales a Manuel Simón, de Zaragoza. Este a su vez lo vendió en 1616 a Juan Andrea Spínola, residente en la Corte. Entretanto, Hamete Alí había sido bautizado y por entonces se llamaba ya Juan Francisco. Al poco tiempo fue vendido de nuevo por 1.000 reales a Juan de Saavedra, caballero de la Orden de Calatrava, gentilhombre de boca de Su Majestad y alguacil mayor del Santo Oficio de Sevilla. En 1628, Juan de Saavedra lo vendió también por 1.000 reales a Juan de la Fuente, sangrador de Cámara del Rey Nuestro Señor. Juan Francisco ya tenía “... veinte años poco más o menos” y había sido herrado en la cara “... con una señal de un hierro pequeño a modo de una florecilla entre las dos cejas”. Juan de la Fuente lo volvió a vender en 1630 por otros 1.000 reales a Pedro de Rueda, alguacil de la Corte y también residente en Madrid, y por último, el pobre Juan Francisco fue vendido a los Fúcares en 1631 por 700 reales, quienes lo asignaron de por vida a los trabajos mineros de Almadén.

 

Los últimos esclavos de los Fúcares

Cuando los Fúcares abandonaron Almadén en 1645 dejaron en su cárcel 47 esclavos, los cuales continuaron después trabajando al servicio de la Corona directamente. La mayoría de los esclavos era de origen turco o berberisco, si bien casi todos ellos habían sido bautizados, dejando de llamarse Mustafá, Hamete o Muza, para pasar a ser Manuel de Jesús, Juan Francisco o Sebastián. Por los contratos de compraventa sabemos que costaron entre 500 y 1.000 reales, con un precio medio de 666 reales. Como es lógico, un esclavo joven y fuerte podía costar el doble que otro viejo y cascado. Casi todos ellos, eso sí, estaban herrados y además tenían cicatrices en la cara o en otras partes de su cuerpo, señales de antiguas peleas o castigos. Como las tareas de la mina eran duras, se procuraba comprar esclavos jóvenes, así que su edad media era de solo 26,6 años.

En Almadén no solían vivir mucho, ya que a los peligros y enfermedades causados por el trabajo en las insalubres labores subterráneas había que sumar los frecuentes episodios de paludismo, producidos por las malas condiciones higiénicas de la cárcel, donde existían aguas estancadas y putrefactas. Todo ello hizo que de los 47 esclavos que quedaban en la cárcel en 1645, solo restaran vivos 32 en 1650. La edad media de los fallecidos era de 50 años, aunque uno había muerto solo con 29 años y otro había fallecido a los 70. Uno de ellos, llamado Francisco de Paula, llevaba ya trece años en la mina y había visto morir a catorce de sus compañeros en los últimos cuatro años, así que decidió fugarse aprovechando un descuido de los vigilantes y no sabemos si fue capturado o no por los hombres enviados por el administrador en su busca. Si conseguían prender a un esclavo fugado, le daban 100 o 200 azotes y lo encadenaban a un poste durante unos días, alimentándolo solo con pan y agua. Después se le levantaba el castigo, pues lo que interesaba era que volviera al trabajo cuanto antes.

 

Epílogo

En 1646, la administración de la mina de azogue volvió a manos de la Corona, pero poco cambió en lo que a forzados y esclavos se refiere. Como seguía sin disponerse de la cantidad suficiente de los primeros, y mucho menos de mineros asalariados, la administración regia continuó comprando esclavos para Almadén. Aunque se propuso comprar nada menos que 100, el Consejo de Hacienda se negó a ello, pero consintió en adquirir un número similar a los que iban falleciendo.

Cuando moría un esclavo sin bautizar no podía ser enterrado en lugar sagrado, así que había de hacerse en el campo a distancia conveniente de la población y dando cuenta de ello a la Justicia. Si no se realizaba así, el dueño podía ser multado hasta con 500 ducados. Arrastrar el cadáver de un esclavo o hacer mofa de él tenía como castigo seis años de presidio. Dice al respecto Cervantes en El Quijote (primera parte, capítulo XII) que el famoso pastor estudiante Grisóstomo, muerto de amores de Marcela, “... mandó en su testamento que le enterrasen en el campo, como si fuera moro”. En Almadén tiraban los cadáveres a los pozos de mina abandonados; el 24 de junio de 1675 encontraron muerto a un esclavo moro, llamado Alí de Targa, en el corral de la Real cárcel, ”... al cual echaron dicho día en la mineta en donde entierran a los moros que se mueren”; tampoco se daba cristiana sepultura a los esclavos que se suicidaban, aunque estuvieran bautizados: Juan Francisco murió el 3 de septiembre de 1670, “... el cual desesperado se arrojó por el torno primero de agua, estando tirando en compañía de tres hombres forzados y esclavos. El cura de la iglesia parroquial resolvió que no se le enterrara en sagrado, sino que se echara el cuerpo a la mineta donde se echan a los moros”. Al menos los forzados recuperaban la libertad una vez que cumplían su condena y siempre que no hubieran fallecido entretanto de enfermedad o accidente, pero para los esclavos no había libertad salvo que estuvieran viejos y enfermos, lo que les hacía inútiles para el trabajo, y en estas condiciones la libertad era casi con total seguridad una condena a muerte.

 

© Ángel Hernández Sobrino.

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