“Los gitanitos del Puerto
fueron los más desgraciaos,
que a las minas del azogue
se los llevan
sentenciaos”.
Estrofa de una antigua toná.
El anterior cante flamenco forma parte
de una antología rescatada por Demófilo y reconstruida posteriormente por el
poeta Félix Grande. El cantaor Juan Peña, El
Lebrijano, mantuvo el recuerdo del dramático episodio en una de sus obras,
titulada Persecución. Los tristes
hechos de los que trata este artículo comenzaron en el Puerto de Santa María,
año 1745, cuando se produjo una redada de los gitanos que vivían tranquilamente
en aquella localidad gaditana.
Dos siglos antes, la lucha contra los
turcos en el Mediterráneo había llegado a su punto álgido, así que el emperador
Carlos necesitaba para el remo de las galeras todos los hombres disponibles. El
24 de mayo de 1539, Carlos firmó una pragmática en Toledo, en la que después de
acusar a los gitanos de muchos daños e inconvenientes, y de ser un mal ejemplo
para los habitantes del reino, ordenaba que salieran de él o que tomaran algún
oficio y se asentaran en algún lugar antes de que pasaran tres meses, ya que si
no fuera así, “… mandamos a las nuestras
justicias los prendan y presos los que fueren de edad de veinte años hasta
cincuenta, los lleven y envíen a las nuestras galeras para que sirvan en ellas
por término de seis años al remo como los otros que andan en ellas … y que en
las otras personas que fueren de menos edad de los veinte y mayores de los
cincuenta sean ejecutadas y se ejecuten las penas en las leyes y pragmáticas de
estos nuestros reinos contenidas”.
Los
gitanos obligados a los trabajos mineros en el siglo XVI
En la década de 1560 ya habían
empezado a llegar los primeros gitanos condenados al trabajo en las labores
subterráneas de Almadén. Por entonces, los Fugger o Fúcares explotaban la mina
de azogue como contraprestación a la ayuda concedida a Carlos I para conseguir
la corona imperial. Los préstamos de los banqueros alemanes continuaron con los
herederos de Carlos, por lo que tuvieron en asiento la mina de Almadén de
manera prácticamente continua desde 1525 hasta 1645. Como no había mano de obra
suficiente para explotar la mina, Felipe II autorizó a petición de los Fugger
que se destinaran a Almadén treinta galeotes. Entre los cinco primeros galeotes
que llegaron a la mina en 1566, estaba el gitano Diego Gaiferos.
Desde aquellos años muchos gitanos
fueron condenados al remo, aunque la mayoría no cumpliría su castigo en las
galeras, sino “… en las Reales minas que
Su Majestad tiene en la villa de Almadén, según y como sirven en ella los demás
forzados y el estilo y costumbre con ellos observado”. En el año 1593,
Mateo Alemán, el autor del Guzmán de
Alfarache, recibió el encargo de la Corona de realizar una
inspección en la mina de Almadén como juez visitador. Habían llegado noticias a
la Corte del
maltrato que daban los capataces de los Fugger a los forzados enviados allí a
cumplir su pena y era preciso averiguar qué había de cierto en ello, pues los
forzados eran presos de la Corona y por eso eran conocidos como los esclavos del rey.
Por entonces había dos gitanos condenados
a los trabajos mineros y Mateo Alemán les tomó declaración. El primero de ellos
dijo llamarse Francisco Téllez, ser natural de Málaga y llevar en la Real Cárcel de
Forzados y Esclavos más de cuatro años. Francisco dijo que había sido detenido
por orden del gobernador de Almadén por el hurto de dos borricas, por lo que
que había sido sentenciado a doscientos azotes y seis años de galeras. A otras muchas preguntas contestó
que no se acordaba y “… como parecía estar
falto de juicio y temblando todo el cuerpo y pies, manos y cabeza, el señor
juez visitador mandó que no se pasase adelante en su declaración”.
El otro gitano interrogado por Mateo
Alemán se llamaba Luis de Malea, era natural de Vigo y había sido condenado por
la justicia de la villa de Siruela (localidad situada a unos 45 kilómetros al
noroeste de Almadén) a cuatro años de mina por haber cometido ciertos hurtos. Luis
declaró que “… Su Majestad tiene mandado
que haya número de cuarenta forzados en la dicha fábrica y que los más que este
que declara ha conocido juntos en la dicha mina fue cuando vino a ella que le
parece que había veinte forzados poco más o menos, aunque este testigo no los
contó y que el tratamiento que de presente se les hace a dichos forzados en la
dicha fábrica es bueno, porque al que es hombre de bien lo tratan bien y al que
es malo lo tratan como malo”. Más adelante en su declaración, Luis de Malea
informó que un año, conocido por todos ellos como el año de la prisa, se hizo
trabajar “… demasiadamente a todos los
forzados que a la dicha sazón había y… del demasiado trabajo que les dieron,
murieron muchos forzados”.
El
siglo XVII
La llegada de gitanos a la Real cárcel continuó durante
todo el siglo XVII, bien bajo la jurisdicción de los Fugger hasta que estos
abandonaron Almadén en 1645, bien bajo los administradores españoles designados
por la Corona
a partir de dicha fecha. Ya en 1619, Felipe III ordenó que “… salgan del reino dentro de seis meses los gitanos que andan vagando
por él y que no vuelvan so pena de muerte… y que los que quisieren quedarse sea
en lugares de mil vecinos arriba”.
En 1639 fue Felipe IV quien mandó que ante la
falta de remeros para las galeras, se detuvieran y enviaran urgentemente a los
gitanos que hubieran contravenido las leyes vigentes, las cuales les obligaban
a permanecer en los lugares donde vivieran, pues “… el que fuere aprehendido por los caminos, quede por esclavo del que
le cogiere; y si fuere hallado con arma de fuego, sea llevado a las galeras donde
sirva por tiempo de ocho años”.
Cuando la centuria terminaba, todo
seguía igual y en 1699 Carlos II equiparaba a los gitanos, solo por el hecho de
serlo, con ladrones, bandidos, contrabandistas y otra gente peligrosa. Muchos
gitanos acabaron así sus días en las galeras o en las minas de azogue. Cierto
es que algunos de los condenados habían cometido robos de menor o mayor entidad
en campos y majadas, pero otros fueron sentenciados al remo o a Almadén solo
por ser gitanos. En los testimonios de las sentencias pueden leerse cargos como
“… andar en traje de gitano y hablar en
lengua jerigonza” o por “…ser persona
que no tiene domicilio ni vecindad”.
El
siglo XVIII
La instauración de la monarquía
borbónica en España no trajo ninguna mejora para la gitanería sino más bien
todo lo contrario. El modo de vivir de los gitanos no era compatible con los
principios que regían en una sociedad en la cual todo debía estar regulado. La
política crecientemente restrictiva contra el colectivo gitano supuso un
incremento en su persecución y castigo, como lo demuestra la Real provisión de 22 de
agosto de 1713, autorizando el uso de armas de fuego a la Santa Hermandad cuando
persiguieran gitanos.
En 1717, Felipe V ordenó publicar una
pragmática que disponía que fueran determinadas poblaciones las únicas que
podían albergar gitanos. Ciudad Real fue una de ellas y en Andalucía las
siguientes: Carmona, Córdoba, Antequera, Ronda, Jaén, Úbeda y Alcalá la Real ; y por supuesto, Madrid,
villa y corte, quedaba exento de ellos. Los gitanos debían desplazarse a los
lugares citados desde las ciudades donde preferentemente habitaban: Sevilla
(barrio de Triana), Jerez, Cádiz y El Puerto de Santa María. El castigo para
los desobedientes era seis años de galeras para los gitanos y cien azotes y
destierro para las gitanas.
En la primera mitad del XVIII
continuaron llegando gitanos sentenciados a la mina de azogue “… por contravención a la Real Pragmática contra
Gitanos”. Afortunadamente los seis años de galeras quedaron reducidos a
tres en las minas de azogue y lo que es todavía más importante, visto lo que
sucedería después, cuando cumplían la condena, recuperaban la libertad. En esa
época, los gitanos sentenciados a los trabajos mineros no eran conflictivos y
pretendían pasar desapercibidos entre el resto de forzados y esclavos que se
apiñaban en un pequeño recinto carcelario construido por los Fugger para
albergar a cincuenta reos o como máximo a cien.
Los
gitanos del Puerto de Santa María
En el otoño de 1745 una Real cédula y
un decreto del Consejo del Reino ordenaban que todos los gitanos sin excepción
se restituyeran a los sitios donde debían estar avecindados, amenazándoles con
que “… si se les encontrara extraviados,
se procederá contra ellos con el mayor rigor”. De este modo, pretendiendo
exterminar a los salteadores de caminos y reducir a quienes se dedicaban al
comercio ambulante de caballerías en ferias y mercados, acabarían también
perjudicados aquellos gitanos que vivían en los pueblos y ciudades ya citados,
y ejercían en ellos oficios útiles, como el de herrero, por ejemplo.
El gobernador de El Puerto de Santa
María, brigadier Diego de Cárdenas, ordenó apresar pocos días después a todos
los gitanos “… que se hallaban
avecindados, connaturalizados, residentes o transeúntes en la ciudad, y
quienes, sin ser gitanos, vestían su traje y se comunicaban con ellos”. De
esta manera fueron detenidos 43 hombres y 32 mujeres, enviando los más fuertes
de los primeros a la mina de Almadén y el resto a los presidios africanos,
todos ellos sentenciados a cuatro años. El viaje a pie desde Jerez a Almadén,
unos 400 kilómetros ,
provocó ya que algunos enfermaran, restando en la cárcel de Sevilla hasta su
curación.
A principios de la década de 1740 ya
habían llegado a Almadén otros gitanos también condenados a cuatro años,
quienes cuando cumplieron su condena fueron libres. Tal fue el caso de los
siete llegados en 1742, todos ellos liberados en 1746. No tuvieron tanta suerte
los 60 que arribaron en enero y febrero de 1746, procedentes principalmente de El
Puerto de Santa María, pero también de otros pueblos del reino de Sevilla.
Muchos de ellos murieron en la
Real cárcel antes de cumplir su condena de cuatro años debido
a las epidemias de paludismo que sufrió Almadén en los años centrales del siglo
XVIII. Además de morir muchos forzados y esclavos, la epidemia se extendió
también a los habitantes de Almadén, falleciendo más de trescientos, la décima
parte de su población.
Retención
de los gitanos
Entretanto había proseguido la
persecución de los gitanos en España con la gran redada de 1749, la cual
provocó que miles de gitanos varones fueran enviados en su mayor parte a los
arsenales militares de reciente creación, sitos en Cartagena, La Carraca
(Cádiz) y El Ferrol. La Real Orden del año 1750, comunicada por el marqués de la Ensenada al
superintendente de la mina y gobernador de Almadén, indicaba de forma explícita
“… que subsistan en ese destino los
gitanos que están rematados a los trabajos de las minas, no obstante que
cumplan el tiempo de su condena”. De este modo, los gitanos mineros,
quienes iban a ser puestos en libertad después de cumplir los cuatro años de
condena, se vieron encarcelados sine die.
Como es lógico y puesto que no se les
otorgaba la prometida libertad, su actitud varió por completo y pasaron de
tener buen comportamiento a convertirse en presos conflictivos, provocando
fugas, motines y peleas: Antonio Jiménez se fugó en 1754; Manuel Jiménez fue
trasladado en 1756 al presidio de Ceuta por su mala conducta; Juan de Vargas se
fugó en 1751, fue aprehendido y se fugó de nuevo en 1761; Francisco José Monje,
autor de dos fugas, la última en 1761, fue arrestado de nuevo. Y el más
conflictivo, Pedro de Vargas, fugado en 1750 y apresado, provocó una
sublevación en 1752 duramente reprimida por los vigilantes de la mina con ayuda
de los vecinos de Almadén; por último, participó con otro gitano, Manuel
Jiménez, citado anteriormente, en el asesinato del forzado Pedro Luis Guzmán en
1754.
A pesar de los intentos del
superintendente Villegas de condenar a la horca a los forzados y esclavos que
cometieran delitos graves, no se ajustició a ninguno en esa época, por lo que
Villegas propuso a sus superiores en 1757 que al menos fueran destinados “… a fábricas, obras públicas o tomar otra
providencia que absolutamente les extinga, pues no sirven de otra cosa en este
presidio que de perturbar la cárcel e impedir que hagan los demás forzados el
servicio como corresponde”.
El azote de paludismo continuó en los
años centrales de la década de 1750 y el alcalde de la cárcel se vio obligado a
colocar a algunos de los 52 forzados enfermos “… en el cuerpo de la capilla anexa a la cárcel y es sitio tan reducido
y falto de ventilación, es de temer trascienda a una general epidemia”. Cuando
se pidió opinión al médico de los forzados y esclavos, este confirmó el
peligro, “… por estar las camas contiguas
unas a otras, que ni se puede andar, y al mismo tiempo las inmundicias,
insectos, piojos, chinches y pulgas de unos se comunican a otros, todo lo cual
dificulta la curación de los enfermos y puede causar alguna muerte”.
Por fin, el 16 de junio de 1763,
Carlos III resolvió conceder la libertad a todos los gitanos que permanecían en
los arsenales de Marina desde 1749 “… y
que el Consejo les prefina los domicilios donde hayan de residir”. Sin
embargo, no sería hasta el 21 de enero de 1764, cuando “… siendo repetidas las instancias hechas al Rey para los gitanos
efectivos en Almadén…”, se ordenó su libertad. Los cuatro años de condena
se habían convertido así en dieciocho para los pocos gitanos de El Puerto de
Santa María, de San Lúcar, de Jerez y de otros lugares de Andalucía que todavía
quedaban vivos en la Real
cárcel de forzados y esclavos de Almadén.
Epílogo
Todavía un siglo después, cuando ya la Guardia Civil recorría y vigilaba
los pueblos y campos de España, decía uno de los artículos de su cartilla (21
de julio de 1852): “Se vigilará
escrupulosamente a los gitanos, cuidando mucho de reconocer todos los
documentos que tengan, confrontar sus señas particulares, observar sus trajes,
averiguar su modo de vivir y cuanto conduzca a formar una idea exacta de sus
movimientos y ocupaciones, indagando el punto a que se dirigen en sus viajes y
el objeto de ellos”.
La Orden de 14 de mayo de 1943 del
Ministerio de la Gobernación, en la que se aprobaba el nuevo reglamento para el
servicio del Cuerpo de la Guardia Civil, insistía en el Artículo 5 en que “… como esta clase de gente no tiene por lo
general residencia fija, se traslada con mucha frecuencia de un punto a otro en
que sean desconocidos, conviene tomar de ellos todas las noticias necesarias
para impedir que cometan robos de caballerías o de otra especie”. En el
Artículo 6 se indicaba que “… está
mandado que los gitanos y chalanes lleven a más de la cédula personal, la
patente de Hacienda que les autorice para ejercer la industria de tratantes en
caballerías”.
No fue nada menos que hasta el 19 de
julio de 1978, cuando por fin fueron
suprimidos los citados artículos, eliminando “… toda referencia o alusión a la población gitana, que en virtud del
principio de igualdad de todos los españoles ante la ley, merece igual trato
que el resto de los españoles”.
©Ángel
Hernández Sobrino
0 comentarios:
Publicar un comentario