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lunes, 26 de septiembre de 2022

MOTINES EN ESPAÑA EN EL AÑO 1766

Leopoldo de Gregoris, marqués de Esquilache, había sido responsable de la Hacienda en el reino de las Dos Sicilias y cuando llegó a Madrid, reclamado por Carlos III, intentó convertir su ministerio económico en el auténtico poder del Estado.

Rápidamente se puso manos a la obra y creó la Lotería Nacional como una fuente adicional de ingresos para el Estado. Además, suprimió la tasación y la libre circulación de cereales en base a su criterio de que el Estado debía ser centralista y eficiente.

Esta política hubo de enfrentase a la España tradicional radicada en el binomio formado por la nobleza y la iglesia. Esquilache intentó derribar ese muro de superstición mediante el despotismo ilustrado, pero el descontento popular, alentado por una conspiración de signo reaccionario, acabó con él. La gota que colmó el vaso fue la orden directa de Esquilache de sustituir la capa larga y el sombrero de ala ancha por la capa corta y el sombrero de tres picos, lo que el pueblo llano considero una  agresión a la identidad de los españoles. Lo curioso del caso es que poco tiempo después de sofocados los disturbios, los cortesanos empezaron a vestir la tan denostada indumentaria y todo el mundo optó por vestirla también.

No obstante, detrás de los graves desórdenes acaecidos estaba el descontento popular por la crisis de subsistencia y abastecimiento después de varios años de malas cosechas. Desde el comienzo de la década de 1760 la climatología no había sido favorable y la escasez del pan había provocado hambre y miseria en gran parte de la población española, cuya economía era fundamentalmente agraria. El pan había subido al doble entre 1760 y 1766, y alzas similares habían sufrido el tocino y el aceite, también elementos indispensables en la dieta de las clases populares.

El motín ocurrido en Madrid durante la Semana Santa de 1766 fue el germen de una protesta general que se extendió por muchas ciudades y pueblos de España. Un ejemplo de los rumores y manifiestos ocurridos en Madrid la mañana del 23 de marzo de 1766 fue “... que se vio difundida en las plazas y plazuelas la falsa voz de que el Gobierno prohibía a las mujeres el uso de monos o rodetes y agujas en el pelo, gravándolas con la penalidad de traerlo tendido y estrechándolas a que no usasen de hebillas de plata, a que precedieron y subsiguieron otros falsos rumores y excesos, dirigidos sin duda por gentes malignas y sediciosas a conmover al Pueblo y separarle del amor y respeto que debe tener al Gobierno...” Para combatir estos libelos se publicó poco después una nueva norma que prohibía bajo graves penas “... la composición de pasquines, sátiras, versos, manifiestos y otros papeles sediciosos e injuriosos a personas públicas o a cualquier particular”.

La autorizada opinión del historiador Domínguez Ortiz distingue entre el motín de Madrid, donde primaban las motivaciones políticas del resto de los disturbios acaecidos en otros sitios de España, en los que las revueltas populares fueron debidas fundamentalmente a la subida de los precios de los elementos básicos motivada por la inflación y las malas cosechas, así como por los elevados impuestos. Terminaba así la primera fase de las reformas radicales que había intentado poner en marcha Carlos III con los ministros italianos, para pasar a una segunda fase de cambios más cautelosos con el conde de Aranda, primero, y con Campomanes, después.

Consecuencia del motín matritense fue el establecimiento de los alcaldes de cuartel y de los alcaldes de barrio. Madrid fue dividido en 1768 en ocho cuarteles bajo la vigilancia de ocho alcaldes de Casa y Corte, quienes ostentaban la jurisdicción civil y criminal. Por su parte, los alcaldes de barrio eran sesenta y cuatro, ocho por cada cuartel, y en este caso eran elegidos por el pueblo entre los ciudadanos honrados. En dependencia directa de los alcaldes de cuartel, su misión era la de policía urbana, encargándose principalmente del mantenimiento del orden y de la vigilancia de su barrio.

Expulsión de los jesuitas

Con consecuencia del motín, Carlos III temió por su trono y se vio obligado a cesar a Esquilache y devolverlo a Nápoles, pero se dispuso a encontrar a los verdaderos culpables de la conspiración. En contra de la opinión de muchos de que el motín se había generado de forma espontánea, el fiscal Campomanes, encargado de las pesquisas, se mostraba ya convencido en agosto de 1766 de que los verdaderos culpables de la conjura eran los jesuitas, ”un cuerpo religioso que había conmovido los ánimos y abusado de la piedad de la nación”. La misma hostilidad por la Compañía de Jesús había provocado su expulsión de los reinos de Portugal en 1759 y de Francia en 1764.

Aunque la decisión de expulsar a los jesuitas de los reinos de España, incluyendo nuestras posesiones americanas, estaba prácticamente tomada, la resolución no debía parecer un capricho regio, por lo que Carlos III encargó en 1766 al conde de Aranda, recién nombrado presidente del Consejo de Castilla, otra investigación reservada, complementaria de la oficial del fiscal Campomanes, para que desenmascarara a los investigadores y autores de los pasquines y manifiestos que continuaban circulando por Madrid aun después del motín de Esquilache. El rey y sus ministros pensaban que detrás de los disturbios sucedidos en Madrid y en otras provincias estaban los jesuitas, pero nunca se pudo demostrar su participación en los desórdenes.

El 16 de abril de 1766, el conde de Aranda informaba al secretario de Gracia y Justicia de la publicación de un bando para conseguir la quietud del Pueblo y de su intención de “limpiar y entresacar los mal entretenidos y habladores de que adquiero noticias, pues entre ellos los más se hallarán que hayan tenido parte en los sucesos y desentonos pasados”. Aunque no citaba expresamente a los jesuitas, el conde de Aranda aludía a los instigadores de los pasquines como “las maldicientes plumas… a las que no ha alcanzado a ellas el tiro para cortarles el vuelo”.

En abril de 1766, el marqués de la Ensenada fue obligado a abandonar la Corte, desterrándole a Medina del Campo, con lo que los jesuitas perdieron a su defensor en el gobierno. Aunque al principio del reinado de Carlos III parecía que Ensenada recuperaba el favor de la Corona, eran otros tiempos y otro rey, y según un documento de la embajada inglesa en Madrid, Carlos III le hacía menos caso que a sus perros. Después del motín, Ensenada pensó que el rey le llamaría para sustituir a Esquilache, pero en cambio fue desterrado a Medina del Campo.

A la pesquisa secreta siguió el dictamen fiscal y ambos documentos fueron presentados al Consejo de Castilla. El grueso expediente recogía todas las acusaciones contra los jesuitas: instigadores de motines, expresiones denigratorias contra el rey y sus ministros, afán de riqueza y poder, moral relajada, etc., sin presentar ningún atenuante favorable. En consecuencia, el Consejo dio por probados los hechos señalados por el fiscal y elevó al rey la propuesta de expulsión de los jesuitas de la España peninsular y de sus territorios en América.

El rey decretó en secreto la expulsión el 21 de febrero de 1767, la cual se llevó a cabo en Madrid el 1 de abril y en el resto de España el día 2. Todos sus conventos y colegios fueron rodeados por soldados y se les leyó a los jesuitas la orden de expulsión, que Carlos III justificaba para “... mantener en subordinación, tranquilidad y justicia mis pueblos, y otras urgentes, justas y necesarias que reservo en mi real ánimo”. Trasladados a diferentes puertos, 2.642 jesuitas fueron obligados a abandonar la península y otros 2.630 fueron expulsados de las colonias españolas en América.

Disturbios en otros lugares de España

Además, otras ciudades y pueblos de España se unieron a Madrid en los disturbios de la primavera de 1766. El mayor número de tumultos ocurrió en el País Vasco, ambas Castillas y Murcia, mientras que en Aragón, Extremadura y Andalucía el conflicto fue mucho menor. En la mayor parte de los casos, el motivo fue la carestía de los víveres y, todavía más, la mala gestión de las autoridades responsables. Corregidores e intendentes, cargos que en ocasiones recaían en la misma persona, fueron considerados los máximos responsables por el pueblo al ser los representantes del Estado.

En Zaragoza ocurrió un violento motín y la Audiencia de Aragón condenó a muerte a once de sus cabecillas “... por incendiarios de las casas, saqueadores y ladrones de ellas, tumultuadores del Pueblo y con todas cuantas malas propiedades se puedan discurrir de un hombre humano”. Otros muchos encarcelados fueron castigados a azotes y enviados a los presidios africanos y al destierro para mantenerlos bien alejados de sus lugares de vecindad.

En Andújar (Jaén), su corregidor fue amenazado de muerte a final de abril de 1766 en tres pasquines, uno de ellos colocado en la puerta de su casa, si no se mudaba a otro lugar. También en Barcelona aparecieron diversos pasquines a mediados de abril de dicho año. En uno de ellos (escrito en catalán) se convidaba a todos los plebeyos, bajo pena de muerte, a que el domingo al toque de oración se concentrasen delante de la Aduana para cumplir lo que habían prometido, en caso de que las autoridades de la ciudad no hicieran caso de sus avisos.

En Lorca (Murcia), el corregidor hubo de huir de la localidad ante la amenaza de linchamiento y eso que había otorgado a los revoltosos la rebaja de los comestibles, la supresión del impuesto de la alcabala y la libertad de algunos presos. Su casa fue saqueada y el resto de los presos fue puesto asimismo en libertad. Restablecido el orden, el corregidor fue repuesto en su cargo, se anularon las gracias obtenidas por los amotinados y varios de estos fueron condenados a duras penas.

En algunas localidades manchegas también hubo disturbios de cierta consideración, si bien no hubo ninguna víctima mortal. En Membrilla aparecieron varios pasquines y se mandaron cartas anónimas amenazadoras al cura y al alcalde exigiendo la bajada del precio del pan. En El Toboso ocurrió algo parecido y en Campo de Criptana hubo una amenaza de tumulto el 26 de abril. En Granátula de Calatrava apareció este pasquín el 24 de mayo para amedrentar al alcalde: “Si no enmiendas tus injusticias Pedro Pablo y el pan abaratas, has de morir atado a una estaca”.

El motín de Cuenca

De mayor gravedad fue lo ocurrido en la ciudad de Cuencas, ya que su corregidor fue amenazado de muerte mediante un pasquín colocado en la puerta de su casa al amanecer del 2 de abril de 1766. La exigencia para que no cumpliera la amenaza era la bajada del precio del pan y como no había establecida suficiente tropa en la ciudad para su defensa, el corregidor creyó que lo más prudente era rebajar su precio de inmediato. No obstante, en la noche del 6 de abril, una turba saqueó la casa y quemó los muebles del depositario de la ciudad, quien afortunadamente escapó con vida junto a su familia.

Los altercados continuaron a pesar de haber sido aceptadas las peticiones de los alborotadores, hasta la llegada de cincuenta fusileros, quienes detuvieron a más de cuarenta personas. Por otra parte, el corregidor informaba el 15 de abril a Manuel de Roda, secretario de Gracia y Justicia, quien “con auxilio del obispo y su cabildo se va experimentando que el pueblo camina con menos indocilidad… y como el concurso de gente vulgar a tabernas y puestos públicos puede excitarla a nueva inquietud, he mandado por bando público que se eviten esas concurrencias y que se recojan los vecinos temprano a sus casas…”.

El 13 de mayo, el citado corregidor informaba de nuevo de la llegada a Cuenca del alcalde honorario de Casa y Corte José Moñino, futuro conde de Floridablanca, quien había sido enviado para hacerse cargo interinamente del corregimiento de la ciudad, mientras que la intendencia de la misma seguía en manos del antiguo corregidor. Moñino tenía como misión “... restablecer todas las cosas a su antiguo estado y juzgar a los culpables del tumulto sucedido en los días 6 y 7 del mes próximo pasado…”.

Los principales instigadores, cómplices y cabezas visibles del motín fueron sentenciados a diez años de presidio a cumplir desde 1767 hasta 1777. Al menos uno de ellos, Julián de Huertas Moreno, fue condenado a cumplir la sentencia en las labores subterráneas de la mina de azogue de Almadén, pero falleció de muerte natural a comienzos de 1778 en la Real Cárcel de Forzados y Esclavos sin haber obtenido la libertad. Una vez más se había aplicado a un forzado la retención, una figura penal que  permitía a las autoridades mantener en prisión al delincuente pese a haber cumplido su condena.

 

© Ángel M. Hernández Sobrino


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