El fuego siempre ha atraído la atención del hombre y en
la literatura abundan las referencias a este término, que unas veces representa
poder y pasión, y otras terror y destrucción. Desde la antigüedad, el fuego
provocado ha sido considerado un grave delito y el incendiario, castigado con
rigor. El Derecho Romano (Ley de las Doce Tablas) establecía que “El que
hubiere incendiado un edificio o una parva de trigo junto a una casa está
ordenado que, atado y azotado, sea quemado vivo si lo hubiera hecho a sabiendas
y a conciencia”. Se aplicaba así la conocida como Ley de Talión, de modo
que al que causaba un daño se le imponía un castigo similar.
En la Edad Media, los incendiarios eran sentenciados por
lo general a penas pecuniarias y al destierro. Las primeras podían verse
dobladas si el incendiario actuaba de noche o en un lugar poblado, pero eran
raros los casos en que se le condenaba a muerte, salvo que el incendio fuera de
gran tamaño o tuviera consecuencias funestas. En Las Partidas de Alfonso X El
Sabio (1252-1284) se legisló que si el incendio producido en una ciudad era
grande, el incendiario debía ser quemado, pues provocaba la muerte de mucha
gente, a no ser que su autor perteneciera a un estamento elevado, en cuyo caso
sería decapitado o ahorcado; incluso cuando el incendio se produjera fuera de
los límites de la ciudad, si el incendio era grande y doloso, se debía imponer
también la pena de muerte, salvo que el culpable gozara de un alto estatus,
siendo entonces deportado.
La Edad Moderna
En la Edad Moderna los incendios provocados a propósito
seguían siendo castigados con dureza, si bien raramente el pirómano era
condenado a muerte, pues se consideraba de más utilidad a la Corona remando en
las galeras del Mediterráneo o trabajando en las minas de azogue de Almadén
durante diez años. En 1530, el emperador Carlos estableció en una pragmática la
conmutación en galeras de las penas legales contra los ladrones, vagabundos y
rufianes, y también “… en otros cualesquier delitos de cualquier calidad, no
siendo los delitos tan calificados y graves que convenga a la república no
diferir la ejecución de la justicia”.
A diferencia de España, en Europa Central no había piedad
con los incendiarios, como muestra esta noticia fechada en Praga el 4 de julio
de 1604: “Después de que gente malvada provocara incendios no sólo en la
ciudad de Praga sino en el conjunto de Bohemia, provocando daños ingentes, el
magistrado de la ciudad ha decidido ejecutar a algunos de estos incendiarios.
Desde aquella noche siete villanos más han sido conducidos hasta aquí y la
ejecución del primero de los malhechores se ha pospuesto para que los otros
puedan ser interrogados en profundidad”.
Ni siquiera la corta edad era suficiente para librarse de
la ejecución, como le sucedió a dos niños el 24 de abril de 1590 en Viena: “Ayer,
dos chicos, uno de trece y otro de diecisiete años, fueron condenados a morir
quemados y decapitados. Durante un tiempo causaron graves perjuicios
incendiando propiedades. ¡Qué Dios guarde en los sucesivo a los hijos de padres
piadosos!”.
El valle de Alcudia
En los siglos XVI, XVII y XVIII, los incendios fueron
frecuentes en Alcudia porque existía la costumbre de quemar los matojos para
que el ganado tuviera más terreno donde pastar. Tal es el caso de ciertos
pastores de Tirteafuera, quienes se hallaban con su ganado lanar en las dehesas
del Alcudia en 1630. Con el objetivo citado, pegaron fuego al cardillo, pero
las llamas devoraron gran número de encinas y el pasto de buena parte de las
dehesas. A causa de ello, no hubo suficiente leña y madera para abastecer a la
mina de Almadén (la leña menuda se utilizaba como combustible para los hornos y
los maderos para fortificación de las labores subterráneas), lo que provocó una
disminución de la producción de azogue. Además, los carreteros contratados por
la mina para llevar leña y madera desde el Alcudia hasta Almadén, se negaron a
proveerlas, temerosos de que sus bueyes se muriesen de hambre por falta de
pastos.
Todavía en la segunda mitad del XVIII, graves incendios,
a veces por ignorancia y otras por desidia, hicieron estragos en el valle de
Alcudia. El 31 de julio de 1767, un incendio afectó al Alcudia y, según el
intendente Francisco de Mendoza, tuvieron que ser talados unos veinte mil
árboles con importantes pérdidas de bellota; y es que por entonces era muy
difícil apagar los incendios en las dehesas porque el encinar era muy denso.
La mina de Almadén
La falta de mano de obra libre para trabajar en las
labores subterráneas de Almadén obligó a la Corona, propietaria de la mina, a
autorizar a los administradores y superintendentes a la utilización de mano de
obra obligada, fuera forzada o esclava, durante la Edad Moderna. De los
incendios ocurridos en el interior de la mina siempre se culpó a aquellos, pues
así no habían de trabajar, aunque nunca pudo probarse. Pese a que hubo más
incendios, veamos tres de ellos:
Noviembre de 1550. Se declaró un fuego en las labores
subterráneas de la mina del Pozo y aunque pareció que quedaba extinguido a las
pocas horas, se reavivó al día siguiente y al gobernador Nicolás de Izaga no se
le ocurrió mejor idea que ofrecer 150 ducados a quien apagase el fuego “...
y algunos que se atrevieron a entrar adelante … sacaron amortecidos a Diego de
Buiza y a Juan Fernández ...”, quien falleció a los pocos días. La fuerza
del incendio era tal que todos comprendieron que sería imposible una extinción
directa, por lo que se decidió tapar la boca del socavón del Pozo, por donde se
entraba a la mina, y también el torno de la Grúa, que servía de respiradero a
la misma. Como todavía no habían llegado los primeros forzados a Almadén, no
pudieron echarles la culpa del incendio, aunque un testigo opinó que “...
fue por descuido y culpa y maliciosamente y por quienquiera que se hizo...”.
Por fin, el fuego quedó extinguido a los tres meses de su inicio y las pérdidas
económicas se estimaron en 8.000 ducados, pues la producción de azogue
disminuyó considerablemente en los años siguientes.
Septiembre de 1639. Se declaró un fuego en una zona
conocida como La Contramina y causó graves desperfectos, pues las reparaciones
de los sitios quemados duraron dos años y consumieron 36.430 arrobas de madera
en su rehabilitación. No se encontró a los culpables del incendio, pero el juez
encargado de la investigación “... dictó dieciséis órdenes o capítulos para
que la labor de la mina pudiera perpetuarse...” y evitar en lo sucesivo los
incendios.
Enero de 1755. Fue el fuego mayor de todos los ocurridos
en la mina y tardó dos años y medio en terminarse, pese a que vinieron a
Almadén todos los expertos que pudieran proponer una solución para apagarlo. De
nuevo se intentó dominar el fuego de manera directa, pero lo único que se
consiguió es que murieran asfixiados un cura y tres mineros. Al final se
decidió cerrar todas las entradas de aire y esperar a que se apagara solo.
Aunque las sospechas recayeron en los forzados, ya que les obligaban a trabajar
en los peores sitios, no se pudo probar su participación en el incendio. Como
consecuencia del mismo, se ordenó fortificar las labores subterráneas con
mampostería y ladrillo, y no con madera, y que los forzados y esclavos
trabajaran en sitios del interior de la mina donde no pudieran provocar ningún
fuego.
Los arsenales militares
A mediados de la centuria de 1700 se crearon los
arsenales militares de Ferrol, La Carraca (Cádiz) y Cartagena, sitios donde se
acumulaban muchos materiales inflamables. Por ello, el marqués de la Ensenada,
en 1753, ya advertía que se vigilara a los sentenciados a ellos para que no
pudieran cometer ningún incendio. Es evidente que un arsenal no era el lugar
más propósito para que cumplieran condena los incendiarios, ya que en ellos
había un número enorme de presidiarios, más dos millares a veces en cada uno, y
donde había muchos materiales de fácil combustión, como maderas, velas y
cordaje. Una Real Orden de 19 de abril de 1775 mandaba que los Tribunales de
Justicia no condenaran a los trabajos de arsenales a ningún reo acusado de incendiario,
sino que fueran enviados a los presidios africanos.
Pese a ello y por los motivos que fueran, había veces que
un incendiario era enviado a un arsenal, lo que provocaba inmediatamente la
prevención del intendente del mismo. Así, cuando el reo José Pérez fue
sentenciado por incendiario al arsenal de Ferrol, el intendente solicitó que se
le diera otro destino. Otros casos similares que aparecen en el Archivo General
de la Marina, sito en Viso del Marqués (Ciudad Real), son los siguientes:
Julio de 1787. Otro Joseph Pérez fue condenado por
incendiario al penal de Cartagena, sito en el arsenal del mismo nombre. Como el
intendente de dicho arsenal no le encontraba destino adecuado donde no se
corriera peligro y “... carecer de prisión segura en que ponerlo, fue
forzoso conservarlo siempre en el cepo hasta ahora”.
Año 1789. José Martín había sido sentenciado por la
Audiencia de Valencia a ocho años al servicio de las Armas por incendiario de
pajares. Al no tener dentadura fue rechazado por el oficial del batallón y
remitido al arsenal de Cartagena con una condena rebajada a la mitad, pero el
capitán general solicitó al ministro Antonio Valdés que se le destinase a otro
lugar.
Enero de 1790. Uno de los presidiarios del arsenal de
Cartagena denunció anónimamente que algunos de sus compañeros se iban a rebelar
y prenderían fuego al arsenal y a los barcos fondeados en él. El capitán
general informó que se daba por enterado y que estaba preparado para esta
eventualidad, aunque estos anónimos eran frecuentes y casi siempre infundados.
Noviembre de 1790. Al presidiario Juan Rodríguez se le
acusó de intentar incendiar las naves de arboladura que se hallaban en el
arsenal de La Carraca. Aunque se refugió a sagrado en la iglesia del arsenal,
fue extraído de ella a la fuerza. Al acusado se le encontraron varios pedazos
de palos y astillas con pajuelas de azufre y algodón. Después de efectuada la
investigación, al presidiario no se le castigó porque el artefacto que tenía en
su poder era inofensivo, pero se le advirtió severamente para que no
reincidiera.
Agosto de 1801. Cinco presidiarios del arsenal de
Cartagena fueron trasladados al presidio de Ceuta, pues habían sido procesados
por indicios de incendiarios.
Diciembre de 1805. El fuego producido en el arsenal de La
Carraca quemó el cuartel de los carpinteros de ribera. Como los incendios se
repetían con frecuencia, se creyó que “… eran procedidos de malicia”,
por lo que se ordenó que 600 presidiarios fueran remitidos al presidio de
Ceuta, quedando solo en La Carraca otros 800.
Epílogo
El código penal de 1848 castigaba con la misma gravedad
al incendiario urbano que al rural, mientras que el nuevo código de 1870
sancionaba a los primeros con penas mayores que a los segundos. El delito de
incendio común se castiga en el actual código penal de 1995 con pena de prisión
de diez a veinte años cuando comporte peligro para la vida e integridad física
de las personas, y en el caso de que sea un incendio forestal, los jueces
pueden acordar que la calificación del suelo no pueda modificarse en un plazo
de hasta treinta años.
En la actualidad, los incendios forestales en España
causan enormes daños materiales, pese a que la lucha contra ellos es cada vez
más efectiva. Los grandes incendios, como los ocurridos en 1994, que quemaron
más de 400.000 hectáreas y causaron la muerte a 33 personas, provocan la
destrucción de montes y pastos, la ruina de casas y establos, la erosión de los
suelos y la pérdida de grandes cantidades de leña y madera. Todo ello conlleva
una desaparición de la biodiversidad y, más aún, supone también en ocasiones la
pérdida de vidas humanas. Los datos indican que en el último medio siglo los
incendiarios y pirómanos han causado casi un centenar de muertos en España.
Cada vez hay más voces que reclaman la equiparación de
los incendiarios con los terroristas y proponen aplicarles todo el peso de la
ley, pues destrozan nuestro futuro común y generan muertes y situaciones de
caos y terror. El código penal actual es muy garantista y no parece intimidar a
los incendiarios, así que en la actualidad solo hay unos cincuenta presos en
España condenados por pirómanos, cuando en realidad debía haber al menos diez
veces más y con penas de prisión más elevadas.
© Ángel Hernández Sobrino
0 comentarios:
Publicar un comentario