Desde hace siglos se ha venido utilizando mano de obra
infantil en la industria minera. En Almadén, la existencia de galerías
subterráneas de pequeño tamaño en la mina de Las Cuevas sugiere el empleo de
niños esclavos en la época romana para la búsqueda del bermellón.
Esta debía
ser una práctica común en aquel período, como lo demuestra la estela funeraria
encontrada en las minas de plomo de Baños de la Encina (Jaén). En dicha estela,
que se conserva en el Museo Arqueológico Nacional, aparece Quartulo, un niño de
cuatro años, con un pico y una cesta cargada de mineral, con la conocida
inscripción mortuoria romana “Que la tierra te sea leve”.
Siglos después, el trabajo infantil seguía constituyendo
un episodio frecuente en la minería española y se calcula que todavía en la
década de 1920, uno de cada cinco trabajadores era menor de edad. No obstante,
ya el gobierno de la Primera República había regulado el trabajo infantil en
1873 y en el texto de la ley se estableció la prohibición de trabajar en
industrias, talleres, fundiciones y minas a los menores de 10 años y se
limitaba a cinco horas la jornada laboral para los niños menores de 13 años y
para las niñas menores de 14. Pese a ello, esta ley no tuvo una aplicación
efectiva y no pasó de ser una declaración de intenciones, así que niños menores
de 10 años siguieron trabajando en la agricultura y en la industria, y los
menores de 13 daban jornales de hasta doce horas diarias. El trabajo en las
labores subterráneas estaba prohibido para los menores de 16 años, pero ninguna
empresa minera cumplía lo ordenado.
La legislación de 1900 mantuvo la
prohibición de trabajar en el interior de las minas a los menores de 16 años,
pero hasta las propias instituciones incumplían la ley, como es el caso del
Ayuntamiento de La Unión (Murcia), que se negó en 1901 a rebajar la edad del
trabajo infantil por considerarlo insustituible. En las minas de esa zona de
España, los niños se incorporaban al trabajo a los 9 años, y hasta cumplir los
16 se encargaban habitualmente del transporte y vaciado de vagonetas o de la
selección del mineral. Como los salarios de sus padres eran bajos, había muchos
niños que trabajaban como ayudantes de los mineros adultos.
Las tareas de inspección y vigilancia de
los trabajos competían a los ingenieros y uno de ellos escribió después de su
visita a las minas de La Unión “... pequeñas criaturas sin desarrollo
corporal que ganan dos pesetas por transportar el mineral desde el lugar de
arranque hasta el punto de subida a superficie”. En cambio, otro ingeniero
señalaba sin ningún escrúpulo la ventaja ecomómica de emplear niños de 10 a 15
años: “... ellos compensan con exceso la inferioridad del peso transportado
con la velocidad de los desplazamientos”, de lo que se deduce que el empleo
de mano de obra infantil no era una cuestión importante, a diferencia de las
enfermedades profesionales y accidentes sufridos por los mineros.
En el caso de las minas de plomo de
Linares (Jaén), la situación era similar, pues los niños trabajaban desde los 6
años y durante inacabables jornadas en condiciones insalubres y peligrosas.
Aunque el artículo octavo de la ley de 1900 establecía la obligación de los
patronos de conceder dos horas diarias a los menores de 14 años para recibir
instrucción primaria y religiosa, la precaria economía de sus hogares obligaba
a los niños a interrumpir su instrucción para
incorporarse al mundo del trabajo y nada menos que se calcula que el 15%
de los operarios de los establecimientos mineros entre los años 1868 y 1914
eran niños.
Con el paso de los años, las leyes sobre
el trabajo infantil se hicieron cada vez más restrictivas: en 1902 se
estableció un máximo de once horas diarias de trabajo para los menores de 16
años y se obligó a las empresas a concederles el descanso dominical; en 1908 se
prohibió trabajar a los menores de 16 años en minas y canteras, y en 1910 se
aumentó la edad a los 18 años. Pese a ello, las irregularidades continuaron
produciéndose, siendo cómplices a partes iguales empresarios y progenitores.
El mantenimiento del trabajo infantil
convenía tanto a los empresarios como a los obreros, pues para los primeros,
los bajos salarios de los niños permitían paliar la escasa productividad y la
falta de competitividad de muchas industrias, mientras que para los segundos, los jornales infantiles
eran un complemento indispensable para equilibrar el presupuesto familiar en
una época en la que el coste de la vida era muy alto. Otro efecto negativo de
la existencia del mercado laboral infantil, muy abundante también en la
agricultura, fue el detrimento de la escolarización, lo que supuso que a
principios del siglo XX, la tasa de alfabetización en nuestro país era solo del
44%, mientras que en Francia era del 83% y en Gran Bretaña del 97%.
El trabajo infantil en las minas de
carbón asturianas
El ingeniero García Arenal refleja, en
1885, las consecuencias del trabajo infantil en Asturias: “El empleo de los
chicos entre los once y doce años, como viene haciéndose, es lo más perjudicial
que imaginarse pueda para su desarrollo y cultura intelectual. El primero se
verifica de un modo incompleto, estando en general dedicados a trabajos
superiores a sus fuerzas y por lo mismo antihigiénicos, así es característico
el aspecto de todos estos desgraciados que a los 16 años parece que tienen 13,
y aun menos, respecto a fuerza y vigor, y 20 en cuanto a vicios y aires
hombrunos”.
El caso de la Sociedad Anónima Minas de
Riosa, fundada en 1899 con el objetivo de adquirir en subasta pública el mayor
coto hullero de Asturias, constituye un buen ejemplo de trabajo infantil en las
minas de carbón, ya que esta empresa
ocultaba la fecha de nacimiento de bastantes operarios. De este modo, el
porcentaje de los niños empleados en ella solo alcanzaba el 10%, mientras que
la media nacional rondaba el 20%, pero cuando se cotejan los salarios de la
plantilla, se ve que había un amplio grupo de trabajadores que cobraban
aproximadamente la mitad que el resto. Se trata claramente de los llamados
guajes en Asturias, niños que ayudaban a los picadores en la tarea de arrancar
el carbón.
Otro trabajo infantil característico en
estas minas era empujar a brazo por los socavones los vagones cargados de
carbón, sustituyendo así a las mulas. Los médicos asturianos reflejaban con
crudeza esta situación: “Pobres niños empleados en esas ocupaciones,
víctimas ya de su propia miseria. En cuanto tienen trece o catorce años ya los
mandan a trabajar a las minas por el afán de lucrarse de un mísero jornal a
costa del desarrollo y la cultura de estos pobres niños”. Las consecuencias
de esta situación eran las ya consabidos abandono de la escuela y retraso
psicosocial.
La solución de esta lamentable e injusta
situación era perentoria y la escuela debía asumir la educación que los niños
no recibían en el hogar paterno. De esta manera, aislados del mal ambiente
familiar y social, los niños estarían en condiciones de recibir unas normas
físicas y morales que les convirtieran en
hombres y mujeres útiles a la sociedad. La propuesta educativa fue
calando en las grandes empresas asturianas y
Lucas Mallada se felicitaba en 1911 de que la provincia de Oviedo
figuraría en primera línea en lo que concierne a la enseñanza. El caso de
Hullera Española resulta ejemplar al respecto, ya que en 1911 sostenía a cuatro
escuelas que acogían a casi mil niños.
Los niños mineros de Almadén
Almadén no fue una excepción en cuanto a la utilización
de mano de obra infantil. La primera referencia escrita que he encontrado es de
mediados del siglo XVI y en ella se explica que para extraer el mineral por el
socavón del Pozo había un niño de 8 o 9 años con dos asnos. En otra noticia de
esa época se cita el fallecimiento de un niño de solo 9 años en las labores
subterráneas. Otro legajo del Archivo Histórico Nacional
se refiere al administrador y gobernador de Almadén, Ambrosio Rótulo, quien
escribe que en las escombreras trabajaban
niños y mujeres, y otras personas que no podían hacerlo dentro de los pozos, de modo que por lo general solo los
hombres y muchachos trabajaban en el interior de la mina, mientras que los
niños y mujeres, y también los ancianos, rebuscaban pedazos de mineral en las
escombreras y lo troceaban con porrillas de hierro para introducirlo en las
ollas de los hornos.
El paso de los años no cambió esta situación y todavía
dos siglos después había niños de ocho años de edad trabajando en el exterior
de la mina e incluso en las labores subterráneas. En 1737, D. Alonso Cortés de
Salazar, superintendente y gobernador de Almadén, ordenó que fuesen preferidos
para el servicio de la mina los muchachos que supiesen leer y escribir, a fin
de obligar a sus padres a que los enviaran a la escuela. En la providencia que
dictó al respecto, se demuestra que chicos de corta edad ayudaban a los
barreneros a perforar el mineral, consistiendo su trabajo en ir de las labores
subterráneas a la fragua, donde los herreros afilaban las barrenas y piquetas,
y volver con las ya aguzadas al interior de la mina. En 1756, el gran ingeniero
militar Silvestre Abarca, a quien la Corona había destinado a Almadén, citó en
uno de sus informes a “... muchachos de siete años que empiezan por entrar
las barrenas en las minas”. Algunos de estos niños fallecieron en
accidentes ocurridos en las labores subterráneas, como es el caso de Ramón
Ruiz, de solo nueve años de edad, “... al
que sacaron muerto de la mina” en la primavera de 1761.
En 1787, D. Gaspar Soler, superintendente del
establecimiento minero, dispuso que treinta individuos “... queden excluidos por pequeños de todo trabajo en
estas Reales Fábricas y cercos”. En 1799, una Real Orden mandó que no
fuesen admitidos al trabajo en las minas los menores de 14 años y que estos
habían de saber leer, escribir y contar. Sus padres, por lo general también
operarios del establecimiento minero, eran los primeros interesados en que sus
hijos empezaran a trabajar cuanto antes para que aportaran algo más de dinero
al hogar y consiguieran un empleo estable. A cambio, estos chicos empezaban a
ver quebrantada su salud por los vapores de mercurio desde muy jóvenes.
D. José Parés y Franqués, médico del Real Hospital de
Mineros, refería así estos padecimientos en 1778: “Muchos tiemblan enormemente desde la edad de 8
o 9 años, en que comenzaron a frecuentar los hornos de fundición... o en que
principiaron a ocuparse en aquellos más ligeros trabajos de la mina y de menos
habilidad… Otros comienzan mas tarde. Y son infinitos los que sufren este
temblor por espacio de 25 o 30 años”. Y después, el prematuro retiro del
trabajo o la muerte, que no se sabe qué es mejor, pues todavía no hay montepío
ni pensiones dignas para aquellos que han perdido la salud en los trabajos de
la mina y de los hornos, sino una mísera limosna.
Las centurias del XIX y del XX en Almadén
En el Archivo Histórico Nacional, sección Fondos
Contemporáneos-Minas Almadén, se conserva un cuaderno titulado “Muchachos de los cercos y de la zafra por
hacienda”, con los datos de los chicos que trabajaron en la mina a costa de
la Hacienda Pública entre los años 1844 y 1884. El 6 de diciembre de 1844, D.
Francisco de La Valette, fiscal de la Superintendencia General de Azogues, se
dirigió al director de las minas de Almadén en los siguientes términos: “En 15 de septiembre de 1839 dispuso el Sr.
Director General de Minas del Reino, comisionado regio en aquella época para
visitar este establecimiento, se ocupasen en varios trabajos dependientes de
los cercos de San Teodoro y Buitrones, cierto número de muchachos, tanto por la
economía que producían en razón al corto jornal que se les abonaba, y por cuyo
medio se desempeñaban trabajos que costaban mucho menos que si se encargasen a
los hombres, como por acostumbrar a aquellos desde pequeños a las faenas y
fatigas de los trabajos exteriores de establecimiento, preparándolos así para
pasar a los interiores al tener la edad correspondiente”.
Por entonces, a primeros de diciembre de 1844, se
encontraban trabajando 140 muchachos en el recinto de los pozos y 73 en el de
los hornos. En el primero de ellos se encargaban de la medición, mezcla y
cernido de la cal; de la limpieza del malacate de caballerías y del arreglo de
su piso; de las excavaciones en las canteras y de la conducción de la piedra a
la mina; del arreglo de los caminos y carriles, y otros. En el recinto de los
hornos, las tareas eran transportar la escoria de los hornos a las escombreras;
preparar los hollines para fabricar ladrillos y volver a tratarlos; limpiar las
cámaras de los hornos; romper con mazas las piedras de mineral, y otros.
La edad de los que trabajaban en el recinto exterior de
los pozos oscilaba entre los 12 y 16 años, mientras que en el de los hornos
había trece muchachos que superaban los 16 años y, de ellos, cuatro tenían más
de 20. A este asunto se refirió el fiscal de La Valette, indicando que “...
la permanencia de estos muchachos
mayores en los trabajos exteriores disminuye el número de los disponibles para
los trabajos interiores de transporte y de destajo, que pueden sacarse de los
que en esta clase existen en la actualidad y tengan disposición para ello”.
En cuanto al salario, los muchachos del recinto de los
pozos ganaban entre 1,5 y 3,5 reales por jornal, mientras que los de los hornos
percibían entre 2 y 3,5 reales. Este sueldo tan escaso hizo que D. Antonio de
la Escosura y Hevia, superintendente y gobernador de Almadén, se dirigiera a la
Superintendencia General de Azogues, solicitando una subida del mismo, a lo que
el fiscal de La Valette le contestó que “... aun cuando quisiera, satisfaciendo con esto los deseos de mi corazón,
conformarme en un todo con la propuesta que Vd. me hace de aumento de jornal a
los muchachos que han de seguir ocupándose en los siguientes ejercicios
exteriores, se opone a ello el aumento de gastos que esto produciría y que al
año asciende a 13.000 reales”.
El fiscal de la Superintendencia solo admitió aumentar el
sueldo en medio real por jornal a 51 de los 213 muchachos, que serían aquellos
que más lo mereciera. Además, “su
magnánimo corazón” permitió que se le aumentara el jornal en medio real a “...
Juan Antonio Laguna, en razón a los
méritos de su padre, que pereció víctima de los trabajos de las minas, y a
Carmelo Montañés, por la compasión que inspira su estado y la circunstancia de
ser huérfano de padre y madre que fueron víctimas del cólera”.
Por esos años, la comercialización del mercurio de
Almadén estaba en manos de la Banca Rothschild y la producción de dicho metal e
ingresos netos de la Hacienda en la campaña 1843-1844 habían sido los
siguientes:
· Mercurio
obtenido .. 20.796,28
quintales
· Ingresos
brutos ...... 33.897.936,40 reales
· Gastos
de producción 5.542.180,03
reales
· Ingresos netos ........ 28.355.756,37 reales
Así es que los 13.000 reales de aumento de jornal que
había pedido el superintendente Escosura para los 213 muchachos que trabajaban
en los recintos de los pozos y los hornos a finales de 1844 suponían un 0,04%
del beneficio obtenido por la Hacienda Pública en la campaña 1843-1844, cuando
Almadén, un año más, había contribuido a resolver el problema de financiar al
Estado español con el mercurio de sus minas. La Hacienda española evitaba así
año tras año su quiebra, mientras sus prestamistas, los Rothschild, conseguían
unos formidables márgenes de beneficio con el mercurio de Almadén. Los
banqueros judíos recogían el metal en Sevilla y lo transportaban a Liverpool y
Londres, desde donde lo vendían a todo el mundo, y con esa simple operación de
intermediación obtenían unos rendimientos que a veces incluso superaban a los
de Minas de Almadén.
Un cuarto de siglo después, la utilización de chicos jóvenes,
a veces solo niños, en el trabajo de las minas llamó la atención de D. José de
Monasterio, ingeniero y director de Almadén, quien escribía lo siguiente: “El pueblo está siempre inundado de chiquillos,
y los padres, con honrosas excepciones, se cuidan poco de instruirles ni
dedicarlos a faenas agrícolas; pero en cambio, apenas cuentan nueve o diez
años, solicitan una plaza en el trabajo del exterior de las minas, para que les
ayuden con un real y medio o dos reales con que empiezan, sin calcular que esa
ayuda es a costa de las fuerzas y el desarrollo de esos pobres niños, que
debían estar en la escuela en vez de ir a otra de vicios, donde aprenden, antes
que todo, la manera de eludir el trabajo, las más veces superior a sus
fuerzas”.
Menos mal que en 1908 se fundó por Real Orden la Escuela
de Hijos de Obreros de Minas de Almadén, construida en el solar que albergaba
la antigua factoría de bueyes y mulas de la Real Hacienda. Fue un gran éxito,
pues ya en el primer curso hubo 350 alumnos, de los que 300 eran hijos de
operarios de la mina y también de comerciantes, artesanos y campesinos de
Almadén, mientras que los otros 50 eran adultos analfabetos que asistían a
clases nocturnas. La enseñanza infantil tenía un marcado carácter religioso y
se basaba en la memorización y en la disciplina, sin interesarse en otras
cuestiones pedagógicas o sociales.
Todavía en la década de 1920, los muchachos de Almadén
seguían desempeñando faenas que perjudicaban gravemente su salud. El folleto
editado por el Consejo de Administración con motivo de la Exposición
Internacional de París de 1937 muestra una fotografía en que se recogía la
operación de “levante de
aludeles”, donde varios muchachos de corta edad se aplicaban en la limpieza
y colocación de los tubos cerámicos de los hornos de mercurio. Aunque estas
tareas se realizaban al aire libre, la temperatura que tenían dichos tubos y el
mercurio contenido en los hollines hacían irrespirable la atmósfera.
El médico D. Guillermo Sánchez Martín realizó en los años
1923 y 1924 diversos experimentos en estos lugares de trabajo y quedó
demostrada la abundancia de vapor de mercurio.
A uno de estos muchachos le colocó una careta donde había una placa de
oro, en la que en sólo 28 minutos se fijaron 3 miligramos de mercurio. El
citado doctor realizó experiencias similares en la operación de batido de los
hollines de los hornos y se detectaron también elevadas proporciones de
mercurio en el aire que respiraban los operarios. En palabras del médico
higienista, se trataba de “... una
atmósfera molesta por el polvo que se ve y siente, y perjudicial por el vapor
de mercurio que no se ve”.
Epílogo
Se calcula que actualmente todavía hay en el mundo un
millón de niños trabajando en minas y canteras, siendo Asia, África y América
del Sur los continentes donde hay más explotación infantil. Estos pequeños
mineros dedican diez o doce horas diarias a extraer diversos minerales de
labores subterráneas inseguras e insalubres, de sacar oro de los aluviones de
los ríos, de transportar arcilla para fabricar ladrillos o de aporrear rocas en las canteras para
convertirlas en grava. Además del peligro de perder la vida o quedar inválidos,
la mayoría sufre desnutrición, lo que les provoca un deterioro físico y mental,
y todos ellos perderán los años de la infancia
sin recibir la educación que les permitiría disfrutar de un futuro mejor.
©Ángel
Hernández Sobrino
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