A principios de la centuria del
XVIII, España había visto cercenada toda posibilidad de expandirse en Europa y
para seguir siendo una potencia mundial tenía que continuar su expansión
colonial en el Nuevo Mundo, en el que otras potencias europeas habían iniciado
una rivalidad desenfrenada para conseguir materias primas, a la vez que
deseaban convertir aquellos territorios en mercados reservados para sus productos
industriales.
El final de monopolio
En la segunda mitad de la centuria del XVIII, el intercambio comercial
entre la metrópoli y
las colonias americanas aumentó considerablemente. A
partir de 1765, los ministros de Carlos IIII promovieron de forma gradual la
liberalización del comercio con las Indias y, en consecuencia, el final del
tradicional régimen de monopolio, que aseguraba el beneficio de la potencia
dominante, en este caso España. Con el monopolio, la Hacienda Pública salía
beneficiada por los derechos de aduana, pero también se lucraban los
propietarios de mercancías susceptibles de ser enviadas a las Indias. No
obstante, el monopolio comercial no fue la quimera que la Corona esperaba y su
mal funcionamiento se vio agravado considerablemente durante el siglo XVII. El
sistema de flotas, la famosa flota de Indias, se había quedado obsoleto y el
contrabando, los corsarios y la corrupción administrativa reinaban por doquier.
En 1778 se decretó por fin el libre comercio entre España y América,
cuyo reglamento terminaba con la exclusiva de Cádiz como único puerto para el
comercio con las Indias. Cádiz había sustituido a Sevilla en 1717, pues los
barcos eran más grandes cada vez; los navíos y fragatas habían reemplazado a
los antiguos galeones y ya no podían remontar el Guadalquivir por falta de
calado del río. El citado reglamento habilitaba para el comercio con el Nuevo
Mundo a trece puertos españoles y la misma autorización recibían veintidós
puertos americanos para negociar con España. El resultado de esta
liberalización comercial se dejó notar, si bien no resultó tan espectacular como
se esperaba. Las mercaderías enviadas por la metrópoli continuaron siendo
fundamentalmente agrarias y respecto a los productos industriales predominó la
reexportación de productos extranjeros, ya que España no era una nación
manufacturera.
El azogue de Almadén y la plata americana
Una de los productos más importantes de la metrópoli española fue el
azogue (mercurio) de Almadén, pues con él se amalgamaban las menas pobres en
plata, procedimiento previo a su fusión. Como consecuencia del descubrimiento
del proceso industrial de la amalgamación a mediados del siglo XVI, Almadén pasó
a convertirse en el establecimiento minero más importante del territorio
metropolitano, como lo indica el hecho de que si en el periodo de 1500 a
1563 había producido 36.770 quintales
castellanos de azogue, en el periodo de 1605 a 1645 fueron 148.594. Tras la
crisis de producción de la segunda mitad del XVII, la cantidad de azogue
enviado a América continuó en aumento, de modo que en la primera mitad del
XVIII pasó a ser de 264.079 quintales y en la segunda mitad de 636.990.
La otra gran mina de azogue del imperio español, Huancavelica en el
virreinato del Perú, se encontraba ya en franco declive, así que Almadén hubo
de hacer frente casi en solitario a la gran demanda de las minas de plata de
Nueva España. Ante esta situación, la Corona no dudó en adquirir azogue de
Idria, perteneciente por entonces a la República de Venecia, a razón de 6.000
quintales castellanos anuales a partir de 1785 y a un precio de cincuenta y
tres pesos de plata por quintal. Este contrato estuvo vigente hasta 1797 cuando
Napoleón invadió Venecia.
En la segunda mitad del XVIII, el azogue de Almadén fue enviado en su
mayor parte a Veracruz para el abastecimiento de las minas de plata de Nueva
España, lo que convirtió a este virreinato en el primer productor mundial a
finales de dicha centuria, estimándose su producción en dos tercios del total.
México adquirió la independencia de España en 1821, pero continuó siendo el
principal productor de plata del mundo, si bien a finales del XIX aparecieron
importantes yacimientos argentíferos en el oeste de los Estados Unidos y en
Australia. La plata fue en su conjunto el factor de globalización más destacado
de la Edad Moderna y naciones tan alejadas como China (siglo XVIII) y la India
(siglo XIX) obtuvieron grandes cantidades de ella a cambio de productos como
seda, té, porcelana o añil.
Los pesos fuertes de plata
Los datos procedentes de la Aduana de Cádiz correspondientes a los años
del reinado de Carlos III señalan que entre 1759 y 1787, ambos incluidos, 447
millones y medio de pesos fuertes de plata entraron en dicha aduana procedentes
de la América española. Esta moneda, también conocida como real de a ocho (ocho reales de plata), peso
fuerte, peso duro o dólar español, contenía unos veintiséis gramos de plata,
pues su pureza varió ligeramente con el paso de los años, así que en el periodo
citado se ingresaron en la aduana de Cádiz unas 11.635 toneladas métricas de
plata. Este dato es congruente con las 82.000 a 92.000 toneladas métricas de
plata que diversos autores estiman que se produjeron en las minas de los
virreinatos de Nueva España y el Perú desde 1492 hasta 1803.
Además de la plata que llegó a buen puerto, hubo otra parte que cayó en
manos corsarias o que se hundió en el fondo marino con los barcos que la
transportaban debido a huracanes u otras causas. Estos pecios fueron rescatados
siempre que se pudo, como es el caso del navío San Pedro de Alcántara, hundido
el dos de febrero de 1786 en la costa de Peniche (Portugal). Las labores de
rescate permitieron extraer del barco en los días siguientes 6.780.255 pesos
fuertes de plata y 3.349 barras y planchas de cobre. Y es que la plata no fue
el único metal que llegó de América en aquellos años, pues también vinieron a
la metrópoli 11.044 toneladas de cobre y 9.877 barras y planchas de dicho
metal, además de 956 toneladas de estaño. Perlas caribeñas y esmeraldas
colombianas, nada menos que unas 20.000 piezas, se unieron a los objetos de
plata labrada, formando así un magnífico escaparate de joyería.
Otras mercancías ultramarinas
Entre los alimentos procedentes del Nuevo Mundo que llegaron a la
península durante el reinado de Carlos III hay que destacar en primer lugar el
cacao y el azúcar, con 59.560 y 51.290 toneladas, respectivamente. Mientras el
cacao era autóctono americano, la caña de azúcar procedía del Viejo Mundo, pero
se adaptó tan bien al clima de América central que arruinó la industria
azucarera en las zonas templadas mediterráneas. De gran importancia también era la quina o
cascarilla, ya que con ella se combatían las tercianas y cuartanas producidas
por el paludismo. Las 3.254 toneladas que llegaron en aquellos años fueron
distribuidas por los diferentes hospitales de la península, entre ellos el Real
de Mineros de Almadén, pueblo que fue asolado por las fiebres palúdicas en los años
centrales de la centuria del XVIII, llegando a morir varios centenares de
vecinos en 1735 y 1751.
De gran importancia también eran los colorantes para los tejidos,
destacando el palo tinte y el palo de Campeche para el color negro, el añil
para el azul, la grana fina para el rojo, y otros palos, como el de mora, el
brasilete, etc. En total, más de 34.460 toneladas de estas materias fueron enviadas
desde diversas regiones centroamericanas principalmente. Otras mercaderías
frecuentes eran el cuero y las pieles de animales inexistentes en la península
ibérica. Algo más de cuatro millones de cueros, corachas y cordobanes se
enviaron a la metrópoli en este periodo, junto a pieles de chinchilla, de guanaco, de lobo, de oso,
de puma y, sobre todo, de lobo marino, animal este muy abundante en las costas
de Perú, Chile y Baja California, llegándose a intercambiar varios miles de
pieles por mercurio chino. Y para finalizar, el tabaco, al que los españoles
peninsulares se aficionaron tanto que solo durante el reinado de Carlos III se
enviaron 8.281 toneladas de tabaco picado, además de 1.392 rollos.
Epílogo
Todos estos caudales y frutos de América dejaron de recibirse en la
metrópoli cuando las colonias se independizaron. La suspensión de los envíos de
plata y otras mercancías del Nuevo Mundo, además de la guerra de la
Independencia, hundieron a la Hacienda Pública española, cuando nuestro país no
estaba aún preparado para la nueva etapa que se estaba inaugurando en Europa,
la llamada Revolución Industrial. España, que había basado en las Indias toda
su prosperidad económica, se encontró aislada y esquilmada después de la guerra
contra los franceses y empezó a sufrir una grave crisis económica que duraría
más de un siglo.
En 1835, los Rothschild contrataron con la Corona española la
comercialización del mercurio de Almadén. Este contrato estableció un monopolio
inmensamente lucrativo que, con alguna breve interrupción, continuó hasta 1921.
De este modo, los banqueros judíos tuvieron en sus manos el control de la
producción mundial de los metales preciosos. Una vez más, como ya había
sucedido con los banqueros Fugger en el siglo XVI, el mercurio de Almadén
sirvió de garantía al Tesoro Público para los sucesivos préstamos de los
Rothschild. En la centuria del XIX, nuestro metal líquido, “heroico se
desangra Almadén” dice su himno, continuó yendo a Cádiz para ser embarcado,
aunque su destino ya no era Veracruz u otro puerto colonial español, sino
Liverpool o Londres para después ser enviado a todo el mundo.
©Ángel Hernández Sobrino
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