La
minoría gitana en España venía siendo perseguida desde la época de los Reyes
Católicos. Despreciada, marginada y acorralada con numerosas leyes y
disposiciones, sufrió todos los sinsabores de una sociedad basada en principios
religiosos intransigentes.
En el siglo XVIII, el llamado de Las Luces, se
pretendió construir un mundo nuevo basado en la razón, pero para los gitanos
supuso una época todavía peor que las anteriores. La Ilustración intentó
cambiar su modo de vida para integrarlos en el ordenamiento de la nueva
sociedad, mas ellos prefirieron continuar con su tradicional manera de vivir
como habían hecho siempre. Si la Corona les consideraba miembros malsanos de la
sociedad, no es de extrañar que algunos de ellos se convirtieran en enemigos
del Estado. Buenos conocedores del territorio y acostumbrados a la vida al aire
libre, unos cuantos se transformaron en bandoleros.
El gitano Luis Malla, salteador de
caminos
A
mediados del año 1744 varias postas fueron atacadas en el camino que conduce de
Madrid a Zaragoza, donde aquel cruza la parte meridional de la actual provincia
de Soria. Las autoridades de los pueblos de Lodares, Medinaceli y Arcos de
Jalón recibieron aviso de que los atracadores iban armados con escopetas y
tomaron medidas para que las postas viajaran de día y acompañadas de hombres
armados. Extremadas las precauciones, se consiguió detener a Luis Malla y a
tres gitanas, compañeras de él.
Mientras
que Luis Malla fue encausado por salteador de caminos, las tres gitanas fueron
acusadas de robar un pollino y tres pollinas, “… que aunque no les vieron hurtarlas, se justificó por haberlas
encontrado a las dichas tres gitanas en el monte del lugar de Judez unos
vecinos de este pueblo y de la misma jurisdicción las nombradas caballerías,
haberlas aprehendido, haber hecho presas a las gitanas y conducidas a la cárcel
de la dicha villa…”.
Seguida
la causa contra Luis Malla y las tres gitanas, el corregidor de Molina condenó
al citado gitano a recibir doscientos azotes, que se le darían recorriendo las
calles públicas de la localidad, y al remo y sin sueldo durante diez años en
las Reales galeras. Esta era la misma condena, que figura en el capítulo XXII
de la primera parte del Quijote, impuesta a Ginés de Pasamonte, condena de la
que uno de los guardianes que lo llevaba a Cartagena, el puerto de las galeras
del Mediterráneo, dice: “Va por diez
años, que es como muerte civil”, castigo del que muy pocos galeotes salían
con vida.
Por
su parte, las gitanas Juana Garcés, Catalina Garcés y Teresa García Garcés
fueron condenadas a cien azotes cada una y al destierro perpetuo de los Reinos
de España. La Real Audiencia de Aragón confirmó la sentencia el 31 de mayo de
1745, advirtiendo además a Luis de Malla que no quebrantase la condena, con
apercibimiento de pena de muerte si lo hacía, y que cumplidos los diez años no
pudiese salir de la galera sin permiso de la Real Sala del Crimen de dicha
Audiencia.
La retención
La
figura penal conocida como retención generaba una gran inseguridad jurídica
para los condenados, ya que las autoridades no la aplicaban bien y habían de
ser los propios presos los que solicitaran su libertad, lo que muchos de ellos
no hacían por ignorancia. El asunto se complicaba aún más si los reos sufrían
un cambio de destino carcelario, como le sucedió a Luis Malla, quien en 1749
fue enviado con un centenar de galeotes más a la mina de azogue de Almadén por
supresión de las galeras del Mediterráneo.
En 1751, Malla participó en una fuga con otros
diecisiete forzados cuando se encontraba trabajando en el interior de la mina y,
entre otros huidos, fue apresado de nuevo, posiblemente azotado y recluido en
una celda de castigo a pan y agua durante dos semanas. Destinado al taller de
herrería para que no pudiera causar más problemas en las labores subterráneas,
Malla fue arrestado de nuevo el 1 de febrero de 1763 porque estaba haciendo
acopio y preparando diversos objetos, como varios bulones y chapas de hierro,
una parrilla con mango de madera y otros, para poder escapar de nuevo. Por
entonces ya llevaba casi diecinueve años preso y en esta ocasión el castigo
consistió en ponerle cadenas dobles y darle solo media ración de comida, pero
que siguiera trabajando como antes. Siete meses después, el superintendente
mandó “… que se le deje solo las
prisiones regulares y suministre su ración íntegra”.
Los
administradores y superintendentes de la mina casi nunca fueron partidarios de
los castigos físicos brutales ni de mantener a los presidiarios en las celdas
de castigo a pan y agua durante muchos días, pues esto les impedía asistir al
trabajo, lo que era contraproducente. Bien es cierto que algún superintendente,
como Francisco Javier de Villegas, pidió a su superior que hubiera un verdugo
en Almadén para dar muerte a los presos irreductibles.
El Real Indulto de 1763
El
Real Indulto de Carlos III, de 16 de junio de 1763, estableció que todos los
gitanos que hubiera presos en los tres arsenales de Marina fueran puestos en
libertad, pero que debían predefinirse los domicilios donde habrían de residir.
Aunque el indulto no decía nada de la mina de Almadén, una consulta posterior
del Consejo de Castilla incluyó a los presos gitanos condenados a los pozos de
azogue. Con anterioridad, una Real Resolución del año 1760 había establecido
que existían dos clases de reos en las minas de Almadén: “… unos cuyas sentencias determinan el tiempo por el cual se han de
mantener en esos trabajos y otros que llevan la calidad de retención, …
distinguiéndose aun en esta clase notoriamente los gitanos”.
En
agosto de ese mismo año, el oficial mayor de la Contaduría de las minas hizo
una consulta al Real Consejo sobre el modo de proceder con aquellos presos que
hubiesen sido sentenciados con retención y ya hubiesen cumplido su condena. Una
Real Orden determinó que “… luego que los
condenados a las minas de Almadén cumpliesen su término y tuviesen la
circunstancia de no salir sin licencia, lo hiciese presente al tribunal de
donde dimanase la sentencia, para que en consecuencia de este informe y
asegurado de la enmienda de los reos y lo que resultase de la causa,
determinase el tribunal la libertad o retención”.
A
pesar de ello, Luis Malla continuó injustamente preso, pues aunque se había
fugado en 1751, debía haber sido ya liberado o por lo menos consultado al
tribunal que lo sentenció. La regla que se venía usando en Almadén con los
huidos, era duplicarles el tiempo que le quedaba por cumplir y en 1751 a Malla
solo le quedaban cuatro años.
Más cárcel todavía
Cuando
Luis Malla conoció el Real Indulto de Carlos III del año 1763 solicitó su
libertad. Un año después, cuando ya hacía veinte años que había sido detenido,
Diego Luis Gijón y Pacheco, superintendente de las minas, consideró llegado el
momento de consultar a las autoridades del Reino de Aragón si procedía dar ya
la libertad a Malla.
La
contestación del gobernador de Calatayud, Ignacio Suárez de Figueroa, derrotaba
una enorme prevención hacia el citado, “…
de que hombre de esta naturaleza y propensión en todas partes será perjudicial
y comprendo que para darle libertad será preciso señalarle domicilio en alguno
de los presidios sin la obligación de servicio, sino es para que ejercite allí para
su sustento el oficio que tenga de herrero, sastre o zapatero, pues si no sabe
alguno de estos u otro, en cualquier lugar que él señale volverá a tomar el
oficio por el que se le castigó y tendremos ese más en los caminos por la
noche”.
Además,
dicho gobernador prohibía taxativamente a Luis Malla que volviera a aparecer
por las tierras de Aragón, “… donde tiene
la tierra tan conocida y puede ser perjudicialísimo, donde andan tantos rateros
que celebrarán encontrar un tan acreditado capitán”. A pesar de un informe
tan negativo, el superintendente de Almadén dirigió una carta el 28 de junio de
1764 al marqués de Castelar, presidente de la Real Audiencia de Aragón,
preguntando si procedía la excarcelación de Luis de Malla, “… no obstante los excesos nuevamente cometidos
por dicho Malla, de los que ya se halla enmendado,
considero a este infeliz acreedor a la gracia que solicita, no solo por haber
servido trece años más del tiempo de su sentencia, sino por haber logrado el
citado Real indulto los demás de su clase”.
Epílogo
Los
beneficios del indulto regio de 1763 se extendieron también a las mujeres
gitanas recluidas en cárceles y a los reos gitanos que permanecían todavía en
los presidios africanos. Veinte años después, la Pragmática Sanción de 19 de
septiembre de 1783 devolvía por fin a los gitanos la libertad de elección
domiciliaria y laboral. El capítulo I de la Real Pragmática decía que “…
los que se llaman y se dicen gitanos no lo son ni por origen ni por naturaleza
ni provienen de raíz infecta alguna”.
En
palabras de Antonio Gómez Alfaro, historiador de los gitanos españoles: “La infamia legal en la que habían acabado
por quedar atrapados los gitanos sería rota por esa pragmática que, pese a las
coordenadas que enmarcaban su trazado, inasumibles para la sensibilidad actual,
significó una positiva aportación dentro de un amplio movimiento político
dirigido entonces a la recuperación social de diversos colectivos duramente
marginados, como los chuetas mallorquines, los hijos ilegítimos y los ejercientes
de oficios viles”.
© Ángel Hernández Sobrino
0 comentarios:
Publicar un comentario