Nuevo artículo de Ángel Hernández, con un tema siempre interesante a lo largo de la Historia.
“No
tenga vuestra merced pena, señor mío,
ni
haga caso de lo que este loco ha dicho,
que si él es Júpiter y
no quiere llover,
yo,
que soy Neptuno, el padre y el dios de las aguas,
lloveré
todas las veces que se me antoje y fuere menester”.
Miguel de Cervantes Saavedra
Desde hace ya varios días llueve con
intensidad en la provincia de Ciudad Real y en otras muchas zonas de España.
Estas precipitaciones llevan incorporadas además fuertes rachas de viento que
han arrancado árboles y tejados, tirado postes y vallas y causado otros daños
varios. Como se verá a continuación y
tomando como ejemplo el siglo XVII, estas grandes borrascas no son casos
raros sino fenómenos meteorológicos relativamente frecuentes, tal y como
demuestra la documentación existente en los diversos archivos.
La
Pequeña Edad del Hielo (1550-1700)
En este período de siglo y medio de
duración se originó un enfriamiento general en toda Europa, lo que provocó
diversos fenómenos extremos que produjeron olas de frío, sequías e
inundaciones. Terminaba así el período medieval, una época en la que la temperatura
media había sido más alta. Estos cambios fueron causados, en opinión de los
meteorólogos, por variaciones en la circulación general de la atmósfera.
En el siglo XVI hubo un fuerte
crecimiento demográfico en España. Aunque en aquella centuria la mayor parte de
la población vivía en pueblos desperdigados por la amplia geografía española,
comenzaba el crecimiento de algunas ciudades, como es el caso de Sevilla. Se
calcula que la población de la región de La Mancha creció un 86% de 1530 a
1581. No obstante, se hubieron de superar algunos obstáculos importantes, como
las epidemias y la climatología adversa.
A lo largo del siglo XVII, España se
vio asolada por numerosas inundaciones. Por ejemplo, el Guadalquivir se
desbordó en varias ocasiones, produciendo enormes daños, y Sevilla sufrió nada
menos que dieciséis inundaciones entre 1587 y 1650. La de enero de 1604 fue
reflejada por el cronista Luis Cabrera de Córdoba en sus Relaciones de las cosas sucedidas en la corte de España desde 1589
hasta 1614.
La lluvia comenzó el 18 de enero y no
cesó hasta el 21, lo que provocó que el Guadalquivir penetrara en Sevilla, de
modo que “en los almacenes todo se perdió
y se cayeron mucha cantidad de casas donde murió mucha gente, y se cayeron dos
monasterios, y de otros que estaban en la ribera se llevó parte el río, y
navíos se perdieron muchos con sus mercadurías, y se ha estimado el daño que ha
hecho en la ciudad en más de un millón de ducados;… y se averigua haberse
ahogado más de 2.000 personas y en el campo gran cantidad de ganados y yeguas y
ganados mayores y menores, y el día de Santo Tomé amaneció la ciudad cercada de
agua como otra Venecia”.
Esta gran borrasca afectó también a
otras áreas del oeste peninsular, así que “el
río Guadiana se llevó diez ojos del puente de Badajoz con tres aceras de casas,
donde había mucho trigo, aceite y otras cosas, y en el campo ahogó gran
cantidad de ganados mayores y menores e hizo mucho daño… y se ahogó mucha gente”.
Hubo
también graves inundaciones en el suroeste de la provincia de Ciudad Real,
donde el río Guadalmez, que en verano solo tiene charcas aisladas, se convirtió
en un trampa para los que intentaron cruzarlo. El antiguo camino de Madrid a
Andalucía occidental cruzaba el Guadalmez por un vado, pero “Francisco Muñoz, correo que vino de Madrid,
dice que era tal el agua y viento que hacían por los caminos que vino, que
parecía andaban algunas legiones de demonios en ellos, con que crecieron los
arroyos y ríos de manera que se detuvo día y medio en el río Guadalmez, donde
se ahogó Juan de Alillo, postillón, entrando a vadearlo”.
Otras enormes inundaciones ocurridas
en España durante la centuria de 1600 afectaron a Cataluña, noviembre de 1617;
a Andalucía, marzo de 1618; a Andalucía de nuevo, enero de 1626; y Castilla,
años 1626 y 1636. El citado 1626 fue conocido en toda España como el año del
diluvio.
Víctimas
y daños
Además de los numerosos muertos por
ahogamiento, los daños causados por las inundaciones fueron enormes: casas
destruidas, cosechas perdidas y falta de alimentos, sobre todo el pan, el
alimento por excelencia en aquella época. Sebastián de Covarrubias lo definía
en su Tesoro de la lengua castellana o
española, publicado en 1611, como “sustento
común de los hombres”.
En Salamanca, por ejemplo, las lluvias
intensas y continuadas durante los días 24, 25 y 26 de enero del citado 1626
provocaron el desbordamiento del río Tormes y la ruina de la ciudad y sus
aledaños. A pesar de que la actuación de las autoridades fue ejemplar, el
panorama que se presentó el martes, 27 de enero, era desolador, “…sacando muchos difuntos de las casas,
hallando ciento cincuenta muertos, sin los que quedan sepultados en sus propias
casas, de las cuales las más fueron hundidas por la grande humedad que causó el
agua en sus cimientos y otras se las llevó el río y a sus dueños en las camas”.
En estos casos, a las pérdidas humanas
había que sumar las materiales, de modo que las consecuencias de la destrucción
duraban meses e incluso años. Muchos de los productos almacenados se perdían,
el ganado moría y los molinos quedaban destruidos o dañados. Además, los
caminos quedaban cortados, con lo que no podían llegar alimentos de otras zonas
que no habían sido devastadas. Las peores consecuencias del desastre se cebaban
en pobres, mujeres, niños, ancianos y enfermos, cuya subsistencia quedaba en
manos de las autoridades y también, a veces, de curas y frailes, quienes abrían
las iglesias y conventos a los desvalidos.
Estas situaciones ponían a prueba a
los individuos y a la sociedad en su conjunto, dándose casos tanto de heroísmo
y generosidad como de egoísmo y crueldad. Un caso clásico de insolidaridad era
el acúmulo de los escasos alimentos disponibles para especular con su precio en
beneficio propio.
El
socorro divino
Catástrofes como las citadas con
anterioridad eran estimadas como extraordinarias en aquella época, de modo que
la sociedad las consideraba como un castigo divino. Si se trataba de terremotos
o erupciones volcánicas mucho más todavía, pues a la catástrofe había que sumar
lo imprevisto de la misma. En una crónica de aquellos años puede leerse: “Aquellas calamidades y trabajos, que en lo
físico son efectos de causas naturales, las dirige Dios por sus altísimos
fines, ya para castigar nuestras culpas, ya para avisarnos de su ira e
indignación”.
La impotencia de la ciencia para
explicar estos fenómenos naturales planteaba a las gentes múltiples interrogantes
y predisponía a sus conciencias a confiar ciegamente en respuestas religiosas.
De este modo, la balanza entre ciencia y religión siempre se inclinaba a favor
de esta, así que la creencia popular buscaba la causa de los desastres en
designios divinos y razones de la providencia celestial.
Ante estas desgracias y calamidades,
hombres y mujeres recurrían a la expiación y a la penitencia en un intento de
aplacar la ira divina. Se celebraban oficios religiosos de todo tipo, confesiones
multitudinarias, misas y, sobre todo, procesiones, en las que era corriente
hacer penitencia pública con acompañamiento de disciplinantes: “… descargando sobre las desnudas espaldas
tan fuertes golpes con lo crudo de un cuero, que rompiéndose la carne, hacía
verter la sangre de sus venas”.
Por su parte, la Inquisición vigilaba
de manera estricta que las conciencias no se torcieran y atribuyeran al diablo
ser el causante de tempestades, inundaciones o sequías. La Iglesia recomendaba
a los párrocos que invitaran a sus feligreses a combatir tales calamidades con “oraciones, misas, ayunos y limosnas,
invocando a Dios y a los santos para que envíen ayuda sobrenatural del cielo”.
En abril de 1616 se celebraron en
Ciudad Real rogativas a la Virgen del Prado, impetrando lluvias. En Almadén y
otros pueblos cercanos el recurso al socorro divino fue también más fuerte por la sequía que por las
inundaciones. Cuenta el historiador Rafael Gil que en abril de 1775 hubo de
recurrirse a la intercesión de Nuestra Señora de Gargantiel, una aldea situada
a unos quince kilómetros, pues las rogativas al Cristo de la Fuensanta, cuya
imagen se veneraba en una ermita de las afueras de Almadén, no habían
conseguido que lloviera lo suficiente para salvar las cosechas. Hay que tener
en cuenta que la ruina de los campos por la falta de precipitaciones producía
escasez y carestía del pan, lo que provocaba un enorme problema para la
subsistencia de la sociedad de la época.
En 1608, la región más afectada por la
sequía fue Galicia, situación que quedó reflejada así por el citado cronista Cabrera de Córdoba en junio de
dicho año: “La esterilidad y falta de pan
en Galicia ha pasado tan adelante que se han muerto en tierra de Santiago más
de 1.500 personas y que cada día irá el trabajo en aumento, entretanto que no
se pudieren servir del que está en el campo, porque no se cogió el año pasado
ninguno… y por falta de dinero no se podrán proveer de afuera, y los pueblos
vecinos se guardaban temiendo de peste por ser muy ordinario suceder tras el
hambre”.
En la región de La Mancha, el
rendimiento de las cosechas de los años 1603- 1604 y de 1616-1618 produjo
graves crisis agrarias, lo que queda demostrado por los diezmos del pan que
percibía el Arzobispado de Toledo. Los datos de los archivos muestran en esos
años una fuerte tendencia a la baja de los diezmos.
Pasaderas
y barcas
Los métodos más utilizados en las
centurias de la Edad Moderna
para cruzar ríos y arroyos fueron los vados y pasaderas. Cuando aquellos no
eran suficientemente fiables, se colocaban grandes bloques de piedra en el
cauce del río para permitir el paso de hombres y animales sin ser arrastrados
por la corriente. Este método era complementado en ocasiones con sogas o
cadenas atadas en ambas orillas para que los trajinantes pudieran agarrarse a
ellas en caso de necesidad. Si se rompían, hombres y bestias eran arrastrados
aguas abajo.
En marzo de 1618, las lluvias fueron
tan fuertes en Andalucía que el Guadalquivir destrozó puentes y molinos, y
arrastró hombres y ganado hasta su desembocadura, así que “… es cosa cierta que el Excelentísimo Duque de Medina ha hecho
enterrar en Sanlúcar más de ciento setenta personas, entre las cuales hallaron
catorce frailes y seis clérigos, un coche, dos literas y un carro de bueyes que
el río había llevado hasta allí ahogados”.
Cuando se puso en explotación la mina
de azogue de Almadenejos en el siglo XVIII, el mayor obstáculo en el camino
entre Almadenejos y Almadén fue el río Valdeazogues, de modo que en época de
lluvias el tráfico entre ambos centros mineros quedaba cortado durante semanas
enteras. El superintendente Villegas propuso en 1753 a D. Joseph de Carvajal
y Lancaster, secretario de Estado de Fernando VI, la construcción de un puente
en el citado río, pero al final se decidió construir una barca. Como es lógico,
una barca de madera asida a una cadena tenía fecha de caducidad, así que en
1757 tuvo de repararse pues se encontraba en mal estado. En la comarca de
Almadén hubo también por entonces otra barca para cruzar el río Guadalmez, ya
que en la época de lluvias los vados quedaban anegados.
Los carreteros y arrieros que llevaban
el azogue de Almadén a Sevilla utilizaron este tipo de barcas para cruzar el
Guadalquivir, pues no existía por entonces ningún puente fijo, salvo el de
Triana en la propia ciudad de Sevilla y, además, este no era de piedra sino que
estaba formado por tablones de madera clavados al conjunto de barcas atadas
entre sí que había bajo ellos. Había barcas para cruzar el Guadalquivir en
muchos pueblos aledaños al río, como Tocina, Alcolea y Cantillana, pero todo el
mundo, incluidos los carreteros y arrieros del azogue, debía pagar los correspondientes
barcajes para cruzarlo.
Puentes
de piedra y ladrillo
Como el trasiego de personal y
materiales entre Almadén y Almadenejos fue en aumento, la barca del
Valdeazogues fue sustituida a finales del XVIII por un puente de piedra y
ladrillo, dotado de tres ojos. A pesar de ser una construcción firme, en el
invierno de 1829 una fuerte avenida de agua lo destruyó en parte, dándose
entonces orden de repararlo y dotarlo de cuatro ojos para que admitiera un
caudal mayor. No obstante y antes de que consumara su reparación, fue arrasado
de nuevo y no sería hasta 1831 cuando se pudo reparar de manera definitiva. En
Sevilla habrían de esperar unos años más, pues no sería hasta mediados del
siglo XIX cuando se construyó un puente fijo sobre el Guadalquivir, al que se
conoce como puente de Triana o de Isabel II.
Un nuevo puente, en este caso de
hierro, fue construido en otro paraje del Valdeazogues a finales del XIX. El
motivo fue la apertura de la nueva carretera empedrada que unía Almadén con
Córdoba, actual carretera nacional N-502, que va de Ávila a Córdoba. Por
entonces, el antiguo camino carretero de Almadén a Sevilla había perdido toda
su importancia, ya que había sido construida la línea férrea de Madrid a
Badajoz, con estación en Almadenejos.
Escribía así Pascual Madoz en 1841
sobre estos temas: “Los ríos que rodean a
Almadén cierran, a veces por bastantes días, su comunicación con las provincias
limítrofes de Córdoba y Badajoz”. Todavía en los años de la Segunda
República, ganaderos y pastores cuyos rebaños pacían al sur de Almadén, solicitaban
al Consejo de Administración de las minas la construcción de pasaderas en los
ríos Valdeazogues y Alcudia dentro de la Dehesa de Castilseras para no quedarse
aislados en época de temporales.
©
Ángel Hernández Sobrino
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